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“Acarícialo… muy bien, así. Recordad esta textura, luego entenderéis por qué…”
Me encuentro sumergida en un bosque improbable. Está hecho de hierbas, pero no unas cualesquiera: sus tallos son gruesos como brazos de gigante, y es nuestro guía, Miguel Ángel Peláez, quien nos invita a tocar su superficie (“los nudos no, sólo entre nudos”). Son bambúes, y son magníficos. Hay tallos dorados y tallos verdosos, incluso un bosquecillo oscuro cuyas hierbas lucen tallos negrísimos. Todos perfectamente verticales. Miguel Ángel nos acerca a otra especie cuyos entrenudos resultan casi cerosos al tacto, más suaves que la piel de un melocotón.
Extasiada, sigo a mis compañeros a través del bosque de bambú. Me siento pisar un rincón de China o un decorado de Tigre & Dragón, y sin embargo es tierra malagueña la que alberga esta maravilla: el Jardín Botánico-Histórico de La Concepción. Había leído que aquí se ruedan películas de ambientación tropical, pero ahora me doy cuenta de que una parte de mí no se lo creía del todo. Y es que para alguien que nunca había pisado Málaga antes, la exuberancia del Jardín es una incongruencia que sólo se entiende con el agua llegada a horcajadas del acueducto de San Telmo, verdadera obra de ingeniería que riega este vergel y apaga la sed de Málaga entera desde el s. XVIII.
Es improbable esa cascada bordada de costillas de Adán (Monstera deliciosa), que aquí se encaraman a los árboles con un vigor y unas dimensiones más propias del África tropical que del Mediterráneo. De ellas se cuenta que sus frutos hacen honor a su nombre específico: que son, en resumen, deliciosos, lo cual convertiría esta cascada en el lugar más dulce del jardín entero, con sus puentes a medio camino entre lo romántico y lo rústico, sus caminos de tierra batida y sus escalones de bambú.
Zanganeamos bajo una bóveda de sombra. Hay colocasias, y Cycas inmensas de tallos ramificados; hay higueras venidas de allende el Mediterráneo, especies estranguladoras cuyas raíces parecen monumentos. Hay fósiles vivientes como la pequeña Wollemia nobilis, con una historia digna de un libro de aventuras. Hay árboles-dragón con raíces detenidas a medio crecer, una Dracaena draco con tortícolis y bastones de metal que le sostienen el tronco.
Hay rincones famosos y rincones silenciosos, templetes, ninfas y mansiones.
Lo que no hay es suficiente tiempo para saborearlo todo: casi cuatro horas de
deambular bajo las hojas, y aún nos sabe a poco.
Es en el famoso Cenador de la Glicinia donde me doy cuenta de que no hay malos momentos para visitar un jardín. Los hay incómodos, como cuando llueve y te has dejado las katiuskas en casa. O inconvenientes, si vas con ganas de echar fotos y el sol remolonea envuelto en su manta de nubes todo el día.
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Sin embargo, no creo que exista un único momento —un día, un mes, una estación— que condense toda la belleza y la complejidad de un jardín. Admirar este pedacito de naturaleza armonizada por gustos humanos no es una actividad que caduque como los cupones-oferta. El cenador de las glicinias no existe únicamente en primavera, cuando sus cascadas de flores violetas arrancan suspiros y exclamaciones extasiadas a los visitantes. No… existe también en otoño, cuando tapiza el suelo de hojas doradas que crujen bajo nuestros pasos. Existe en invierno, cuando los troncos de enredadera desnuda se confunden con el hierro forjado, y exhiben ante ti una cubierta híbrida que haría llorar de emoción a los artistas del Art Nouveau.
Las glicinias son también hermosas en su sueño caducifolio, mientras las araucarias sempervirentes suben hacia lo alto, las ceibas se cubren de flores y los bambúes siguen creando bosques de tallos suaves. Todo respira, todo crece, todo cambia… todo el tiempo. Y por eso, cualquier tiempo y cualquier momento es bueno para zambullirse en el estallido de vida verde que es el Jardín de La Concepción: sus senderos están siempre esperándote.
Todas las fotografías son de Aina S. Erice