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El pasado domingo 14 de enero, durante la tarde, fallecía en Córdoba a los 94 años de edad uno de los mayores poetas contemporáneos, Pablo García Baena. Con él se ha muerto un siglo. No casi, sino más. Porque los poetas tienen la capacidad de viajar hacia atrás y en el futuro en el tiempo. El era un guardián del tiempo, del amor y de la belleza. Se ha ido un gigante y todos lo honramos. Fortuna, paz y honor al bardo mientras en el bardo esté hasta que el viaje definitivo se complete. En algún lugar, tan real como imaginado, habrá -lo hay- un enorme cinematógrafo. Con un solo asiento repetido -impares, fila 13, butaca tres- ocupado por la admiración y gratitud de quienes fuimos mejores, aunque sólo fuese por un instante, gracias a sus versos y poemas y libros. Él ya está allí, donde se imaginó un día en uno de los mejores poemas contemporáneos en lengua castellana. Larga eternidad a su nombre. Largo descanso a su persona. Largo consuelo a quienes le conocieron y le amaron. Buen viaje hasta que su espíritu vuele para siempre mientras su memoria se hace eterna y su cuerpo se transforma.
En este artículo escrito desde la emoción y la urgencia, el periodista y escritor Juan José Téllez, director del Centro Andaluz de las Letras donde García Baena era director emérito, se repasa su trayectoria e influencia con un perfil, un poema del propio Téllez y un audio cedido por el CAl donde el propio Pablo lee serena y maravillosamente uno de sus poemas más celebrados, Edad. Este 2018, nos recuerda Téllez, García Baena había sido elegido Autor del Año para el CAL. Una antología y una exposición celebrarán la efeméride el próximo 23 de abril, Día del Libro. Héctor Márquez
Pablo García Baena, el mito del antiguo muchacho.
Por Juan José Téllez
Cuando le conocí, Pablo García Baena ya era un mito. Fernando Quiñones y Jesús Fernández Palacios habían puesto a mi primera juventud tras la pista del autor de “Palacio del cinematógrafo”, aquel poema tan rabiosamente barroco y por lo tanto absolutamente moderno a la par que, andando los años, Felipe Benítez Reyes y Luis García Montero convertirían en una narración mestiza, “Impares, fila 13”.
En tiempos todavía furibundos, García Baena –con el que coincidí por primera vez en un acto conmemorativo de la Generación del 50 en Cádiz—representaba una estética ahistórica, como probablemente la hubiera definido Enrique Molina Campos. Y no es que eludiera lo temporal, sino que lo sublimaba: era capaz de convertir lo cotidiano en un metal precioso, inmune ante el paso de las horas o de los años. Ya fueran excursiones infantiles a la Fuensanta, trufadas de rostros familiares, o vírgenes sin cuento, melodías de Nat King Cole o lecturas de un antiguo muchacho que exploraba a Salgari, a Alejandro Dumas o a Daniel Defoe.
En Torremolinos y en Benalmádena, aquel cordobés que reunió a Góngora y a la Generación del 27 con la del 50, abrió una tienda de antigüedades cuya finalidad última no difería demasiado de su propia poética: mantener viva la belleza, en circulación, como una moneda de oro sin falsificación posible. Cenefas y hornacinas coqueteaban con la pantalla grande, gozos de Navidad, paisajes venecianos y una veneración profunda sobre su cuna y una serena –casi silente—visión sobre el amor y sus amantes. No en balde los novísimos le escogieron como a uno de sus referentes, un poeta que atravesaba los tiempos.
(Pablo García Baena lee su poema Edad, en el acto PoetiCAL organizado por el Centro Andaluz de las Letras en Córdoba en el año 2016)
Siempre recordaré su serenidad, su elegancia, pero también su sabia retranca sin estridencia, su forma de diferenciar sus elogios, que solían ser exhaustivos y precisos, de sus desdenes, a los que condenaba a la nada con apenas un gesto. En 2005, presidió el jurado que me otorgó el premio Aljabibe. Y aunque el jurado era de campanillas, el mayor galardón era su presencia al frente y sus palabras de valoración de unos versos que yo sabía en las antípodas de su propia estética.
Esa era su estética, en realidad: el respeto por otros cánones diferentes al propio. A fin de cuentas, buena parte de la poesía andaluza de la segunda mitad del siglo XX era hija suya, porque él era la poesía andaluza de todos los siglos.
No siempre estuvimos de acuerdo y de hecho se me vienen a la memoria un par de ocasiones en las que mostró elegantemente su contrariedad por mis actitudes. En cualquier caso, mi respeto hacia su figura y hacia su sabiduría nublaba cualquier posible discrepancia.
A partir de 2011, cuando me hice cargo de la programación y de los contenidos del Centro Andaluz de las Letras cuya dirección emérita le correspondía, mantuvimos contactos mucho más frecuentes. Y me alegraba verle en las mañanas de Málaga, disfrutando de una conversación con churros junto a Pepe Infante, Paco Ruiz Noguera o el también malogrado Antonio Parra. No me extraña que María Victoria Atencia se quedara muda ante su fin o que Aurora Luque me dijera algo así como: “Nunca creímos que Pablo pudiera morirse”.
Solía ser una sombra tutelar del Centro, que aconsejaba siempre y jamás imponía. Un hombre discreto y diletante, que dialogaba con todo aquel que fuera capaz de contagiarle su breve porción de belleza. Ese era su don, esa su conquista. Lo bello era su territorio, un espacio sin lindes en el que podía amigarse, más allá de las ideologías, con personas con las que compartiera sensatez u horizontes, ya fueran Rosa Aguilar o Antonio Garrido Moraga, cuya temprana muerte siguió de cerca a la suya.
Se empeñó en que conmemorásemos el centenario de su amigo Ricardo Molina y así lo hicimos, a su gusto. El día de la inauguración de la exposición, en la delegación de Cultura de Córdoba, pudimos asistir a uno de esos espectáculos que Pablo nos ofrecía muy a menudo: obstinadamente de pie durante más de treinta minutos y tras dos horas de protocolo institucional, contestó a las preguntas de los alumnos del Instituto Cántico, con quienes se dejó fotografiar como si fuera una estrella del pop.
Cuando tocó elegir Autor del Año para 2018, le puse entre la espada y la pared: “Ya hemos designado como tal a todos tus compañeros de generación. No puedes decirme que no, como en años anteriores”. Aceptó y, ahora, Guillermo Carnero prepara una antología y José Infante una exposición y un catálogo que serán presentados en Córdoba en los derredores del próximo 23 de abril, Día Internacional del Libro.
Echaré de menos su voz armónica al otro lado del hilo. Y sus ojos ciegos que oían versos de hace mucho y los pronunciaba, como si hubieran sido escritos o hoy o fueran escritos mañana. En 2004, me pidieron un poema para un homenaje en vida. Como no morirá nunca, creo que siguen vigentes:
UN ESCRITOR ANCIANO LEE A PABLO GARCÍA BAENA
Hablabas, a menudo, de cantantes antiguos,
declamabas letanías –Impares, fila trece—
y decías que hubo un tiempo sin desdicha:
era la juventud, esa edad que no sabe.
Andabas, viejo amigo, como un tipo que busca
en un mueble de época la verdad de hoy día.
Las campanas aún tañen en tu alma a rebato,
celebrando que el mar no reclame tu nombre
como antes convocase a aquellos muchachos
cuyo número hace mucho que ya no contesta.
Ciudades de interior y orillas litorales.
He ahí tu mapa: no le llames pasado.
Mascabas las palabras como un tabaco heroico
que besaba a la belleza en mitad de la noche.
Poeta, te llamaban en libros y en preguntas,
pero hablabas a menudo de cantantes antiguos.