El último Primavera, nuestro nuevo otoño, por Gabriel Núñez Hervás

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De todos los Festivales musicales de España que surgieron allá por los años noventa (la primera edición del PS fue en 2001), tal vez sea el Primavera Sound el que mejor ha sabido evolucionar, hasta el punto de que en la próxima edición ampliará en California sus escenarios tras incluir una inyección de capital de fondos de inversión que les permita sobrevivir.
La última edición celebrada entre el 30 de mayo y el 2 de junio en Barcelona, un éxito de convocatoria y organización, incluyó de todo: desde los clásicos Primal Scream, Jarvis Cocker, Suede, Erikah Badu, Guided By Voices, C. Rosenvinge o Jota de Planetas hasta apariciones de los nuevos fenómenos patrios de música global en red con acento femenino, que ni es indie ni mainstream sino todo lo contrario, como Rosalía o Amaia Romero. Bajo el lema de The New Normal, el nuevo PS se ha comido todo y sin síntomas de indigestión preocupante.
Así que le pedimos a un viejo rockero del periodismo culto y cultural y la crítica y la edición musical, el querido Gabriel Núñez Hervás que nos hiciera una crónica lechuguina entre las coles de Bruselas que escribía para el Rockdelux. Nos confesó que él fue de los convencidos de que el fenómeno de los festivales no duraría ni tres años. Aunque como pitoniso no tenga futuro, Gabi es uno de los caviares de la crítica cultural de nuestro país. Así que léanlo, mientras escuchan de fondo los ecos de las actuaciones de un festival que se empeña en hacernos viejos poco a poco. H.M.

 

 

EL ÚLTIMO PRIMAVERA, NUESTRO NUEVO OTOÑO

(Una crónica anacrónica de Gabriel Núñez Hervás)

 

Hace casi diez años tuve una revelación que me pareció indiscutible: que la proliferación de los festivales de música conllevaría el fin de esta oferta o moda sociocultural. La burbuja festivalera pincharía en dos o tres temporadas y dejaría un rastro de excesos injustificables que se iría dulcificando con la sacarina de la nostalgia. Su eco sería un fade out en la memoria de dos o tres generaciones que prorrogaron alarmantemente su adolescencia desde los años 90 hasta la segunda década del siglo XXI.

Tan convencido estaba de esta profecía que le propuse al director de El País convertirme en el corresponsal (algo viejuno, sí, pero en la media de edad de los asiduos a Benicassims, Primaveras, Sonars y Summercases varios) de este apagón. Incluso avancé el título del libro que recogería este peregrinaje premonitorio: Antes de que se acaben los festivales”.

Poco permeable a mi planteamiento, Javier Moreno me contraofertó un posible puesto vacante en la redacción de Castilla-La Mancha. Me fui de su despacho lamentando que no fuese capaz de ver tan claramente como yo algo tan obvio. Sin embargo, mi oráculo no sólo no se cumplió, sino que los festivales se multiplicaron, infestaron el territorio patrio, europeo y universal, crecieron en eficacia y convocatoria y se convirtieron en el enésimo brazo de la ley capitalista de la globalización.

En el caso que nos ocupa, el del engrasado Primavera Sound (¿alguien sigue poniéndole apellido?), estamos ante un ejemplo perfecto de flexibilidad, profesionalidad y metamorfosis.

 

Lo normal

“Ya sé lo que dicen los normales (…), ahora quiero saber también lo absurdo”

(Heráclito, en una de aquellas tardes helenas…)

 

La normalidad es, desde las trampas filosóficas de los griegos a los discos de Fernando Vacas, un concepto muy flexible, y por lo tanto invasivo y, a la vez, casi invisible. Por eso no es prudente interpretar la Gran Declaración de Nueva Normalidad del Primavera como una traición o como un abandono de valores. A veces hay que renunciar a los principios para llegar al final. Es más oportuno reconocer que esta máquina de traducir el signo de los tiempos ha hecho una transición casi impecable.

Bajo el lema The New Normal, el Primavera se ha lanzado, antes de ampliar su radio de acción a California en su próxima edición, a un valiente volantazo que ha sacudido las leyes no escritas del festival. Paridad de rigor matemático, ampliación de espacios y horarios, patadón a los prejuicios de género (no-sólo-musical) y atención a todas las edades y estados físicos de sus clientes. La aventura resulta fascinante por atrevida y por indieclasta, y por estar acompañada por una estrategia coherente que persigue armonizar el espíritu libérrimo del arte con la garantía estructural y financiera de la oferta. Gabi Ruiz, director de este guapo monstruo voraz, lo explicaba en El Periódico cuando el festival echaba a andar. )

 

Éxtasis y metástasis

Acreditado por y para Rockdelux, solicité una docena de nombres a descubrir junto a un póker de clásicos, pero el redactor jefe, Miquel Botella, muy sabiamente, atendió mis primeras propuestas, evitó mis previsibles epítetos sobre bandas como Primal Scream, Built To Spill o los muy residentes Shellac, y se libró de mis consabidos gritos de fan fatalista para el Jordi Hurtado del indie culto: ese flequillo con gafas postizas que atiende al nombre de Jarvis Cocker.

Sí me concedió, como una de esas cartas manuscritas de las que ya es imposible saber si llegan desde un buzón solitario o desde una botella náufraga, a los Low más pulcros y crepusculares que recuerdo (permítaseme la sinécdoque) haber escuchado en este siglo. También me encomendó a James Blake, pero porque yo lo había elegido como quien pide para su equipo en el recreo a uno de otro curso, uno al que confundes con el que de verdad te gusta cómo juega, aunque jamás marque un puto gol.

De modo que, finalmente, mis microcrocrónicas para RDL (ya tienen el número de julio y agosto, que las recoge, en su quiosco más cercano, o menos lejano, ese que resiste aún al imperio invasor de la red) fueron puntuales pespuntes al hilo de maravillas como la muy cordobesa y muy chula y muy verdadera María José Llergo, la tan californiana como davidlynchiana y sublime Julia Holter, la escocesa ámbar y on the rocks Sophie, la dinamitera y necesaria ISA·BEL o la Indiana Jones del neo-rap, la muy public enemy Chynna Rogers.

La paridad de tal selección no se equilibró ni con el rock machote de Él Mató A Un Policía Motorizado, donde Amaia Romero ejerció de sexta parte del combo argentino. El amigo J, de Los Planetas, claro, también se sumó a la fiesta, y quiero creer que tal vez el sofocante calor de la sala fue el responsable de sus posteriores declaraciones en La Sexta. Por último, otro granaíno fetén, Manu Ferrón, cerró con elegancia y brío el concierto.

Entre la urgencia de la agenda de trabajo, la exigencia de una ubicuidad material y humanamente imposible, y la desolación propia del fast journalism, me llegaron canciones y calambres de los Interpol (una banda con uno de los nombre más desafortunados de la historia del soft-rock), estribillos entrañables y previsibles de Liz Phair, rugidos escozíos de los Derby Motoreta’s Burrito Kachimba, y huellas de chándales y taconazos que conducían a la discutida ocurrencia de encargarle la programación de un escenario al chico malo del trap.

Me perdí artistas emocionantes y respetables que me habían recomendado amistades tan fiables como Rafa Bosch (Guided By Voices), Antonio Osuna (Kate Tempest), Álvaro Tarik (Mac de Marco), Federico Simón (June of 44), Rosanna Walls (Julia Holter), Francesc Miralles (la muy subyugante Elena Setién), y Davinia Cave (Nathy Peluso). Y tampoco llegué a ver a la sempiterna y primaveral Christina Rosenvinge, la Love Of Lesbian de los festivales con no-sólo-grupos-de-aquí.

 

La dulce Alice Phoebe en el Primavera

 

Pero, sobre todo y sobre todas las cosas, me compensó la felicidad de disfrutar del mejor concierto de la decimonona (que nunca nónica) edición: el de los irresistibles, incombustibles e inmarcesibles Suede. Brett Anderson, guapísimo y macarra hasta lo extra-ordinario, invocó a los espíritus de John Lydon y Lola Flores para ofrecer una sobredosis sobreactuada y sobrenatural. Su entrega fue una demostración beligerante del arte de desviarse, de bailar, de resistir y de existir. Un estremecedor colofón del Primavera Formerly Normal para los que decidimos detenernos en el festival en el que siempre quisimos vivir.

CODA: Suede terminó su show con ese saltarín himno titulado “The Beautiful Ones”. Un tipo de mi edad, y sin embargo muy alto y muy atractivo, e incluso británico, se me acercó cuando acababa ese temazo y me dio un abrazo enorme mientras me decía: “Esta es nuestra canción, hermano; esta es una canción para gente como nosotros”. Y sí: sin duda era la canción definitiva de nuestro nuevo otoño.

 

 

 

 



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