A quiet passion (Historia de una pasión. Terence Davies. 2016) es una de las películas más profundas, hermosas, sutiles y sobrecogedoras que he visto en mucho tiempo. Y no acostumbro a ver mal cine porque hay muchas cosas estimables y uno ya no tiene tiempo que perder viendo, escuchando o leyendo tonterías. Ya saben: una recreación del universo íntimo de una de las más grandes poetas que hayan existido: la norteamericana Emily Dickinson, la mujer misteriosa y huidiza que revolucionó, en un cuarto de su hacienda familiar donde pasó toda su vida prácticamente sin salir, toda la futura poesía contemporánea con su profundidad, peculiar rima, sintaxis y puntuación únicas hasta entonces. Mientras veía esta enésima delicadeza del director contemporáneo que mejor refleja el paso del tiempo y la maravilla de la luz, me acordaba de Terrence Mallick y la última suya que vi, Song to song. Hasta no hace mucho, Mallick era uno de los maestros del tiempo que el cine ha dado. Otro poeta de la luz. Un esteta sublime. Un filosofo de la relación del hombre con la naturaleza. Pero sus últimas historias me han ido dejando vacío. No así Davies, al que nunca le he visto flaquear desde que lo descubrí con Voces distantes. La casa de la alegría, El largo día acaba, Sunset song, The deep blue sea, su trilogía de cortos o esa absoluta maravilla que es el documental Of time and the city, donde recrea con un pulso poético inigualable el paso del tiempo en su ciudad natal, Liverpool. Davies está ahora solo en el puesto de Mallick y Mallick se nos muestra cada vez más pretencioso y vacuo, casi solazándose en su innegable talento visual, rodando obsesivo para montar después momentos estelares de vida que resultan tan vacíos como nuestro tiempo. Davies es profundo y contenido, un artista casi de otra época, y no pierde nunca de vista lo que nos quiere contar. Que es siempre mucho. Todas las historias que entretejen la Historia.
A pesar de su desarrollo cronológico tradicional, ésta no es una biografía al uso de Dickinson. De hecho, altera u omite ciertas circunstancias ya probadas de la difícil, por casi anacoreta, biografía de la poeta. Es, sin género de dudas, la historia mejor filmada jamás sobre qué construye a un poeta. En este caso concreto el dolor de no poder compartir su amor libremente con otro ser y el aislamiento vital al que se confinó. Su obra surge del dolor y de la pasión que provoca. Aquí los diálogos reproducen cartas y versos y es el verbo el que ayuda a construir a la esencia de los personajes: la palabra, la literatura, la poesía como modo de entender el mundo y a la vez como castillo de resistencia. La poesía como resultado de la vida y viceversa., aunque esa vida haya sido entre cuatro paredes, lámparas de aceite, pianos, preceptos religiosos opresivos y un jardín. Pero a la vez es un manifiesto emocionante y contenido sobre cómo las mujeres tenían que sobrevivir el cautiverio familiar, social, sexista y cultural de una época y un entorno donde todo se estaba resquebrajando. Si alguien quiere ver una historia sobre las bases más profundas en las que se ha construido el feminismo contemporáneo, debe ver esta película de hermanas, reales y adquiridas, un filme de un romanticismo contenido, como la propia protagonista vivió su vida. Lo de Cynthia Nixon encarnando a Dickinson es sencillamente sobrecogedor, merecedor de todos los premios que estén a su alcance.
Vemos, escuchamos y sentimos también cómo era el tiempo, los tiempos y la atmósfera con la que debían convivir aquellas mujeres brillantes cuyas emociones e inteligencia ya estaban agrietando los cimientos de una sociedad puritana y patriarcal. El decurso durante el fragmento donde se muestra el impacto en la familia de la guerra civil norteamericana representa una lección de historia visual y poética que dura menos de un minuto: planos fijos de soldados caídos, cifras de muertos en batallas, fotografías coloreadas de la contienda y este poema maravilloso de Emily sobre la guerra:
Luchar con la voz es de valiente
pero lo es mucho más
cargar desde el pecho
contra la caballería de la aflicción.
A quienes ganan,
las naciones no los ven.
A quienes caen, nadie los observa.
Ojos moribundos que ningún país mira
con amor patriótico.
Confiamos
en procesiones empenachadas
pues así pasan los ángeles
fila tras fila
con paso parejo
y uniformes níveos.
Hay una palabra
que lleva una espada
y puede atravesar
a un hombre armado.
Lanza sus sílabas punzantes
y vuelve a enmudecer.
Mas donde cayó, los salvados
lo contarán el día de la patria.
Un hermano con charretera
entregó su vida.
Ahí donde corre el sol sin aliento,
donde vaga el día
ahí está su silencioso ataque
ahí su victoria.
Porque somos, en enorme medida, los objetos y la tecnología de nuestras épocas. Y en este filme nos sumergimos, no como espectadores de un siglo XIX maravillosamente recreado, sino en sus golpes de reloj de pared al anochecer, en el frazeado de las telas al caminar, en el reconocimiento estéril de un médico que no conoce el remedio, en las lágrimas de quien quiere decir amor y no puede hacerlo. Como en aquel Barry Lyndon de Kubrick, pero no con su morosidad de postal, en A quiet passion entramos en aquellos lugares que nos acaban habitando a nosotros, tan distantes en el tiempo. He visto este filme al par que estos días leía varios libros de un contemporáneo también único de Dickinson, Henry David Thoreau. Y me estremecía pensar lo absolutamente contemporáneas, necesarias y actuales aunque antitéticas que fueron las obras y las vidas de estos dos personajes que se oponían al sistema. Otro de los grandes poetas norteamericanos de la historia, Ralph Waldo Emerson, ejerció una considerable influencia sobre ambos. Thoreau se fue a vivir a los bosques y amó la naturaleza sobre todas las cosas para vivir la libertad y el sentimiento de trascendencia. Dickinson, que también amaba la naturaleza y era avezada botanista, se recluyó en el hogar y en su inteligencia y corazón hizo su fortaleza invisible. Ambos fueron seres hoscos y solitarios y parece que su obra la acaban de escribir para nosotros más de siglo y medio después.
Sólo conocemos una fotografía autentificada de Emily Dickinson. Un daguerrotipo que se hizo los 16 años al acabar parte de su formación académica. Es desde ese momento de la fotografía donde empieza la parte principal del relato -en un travelling-morphing que pone los pelos de punta donde vemos a toda una familia salir de su edad de la inocencia a la edad de la renuncia- para acabar de nuevo en ella al final de la película. Sí, es cierto que la presencia de los hombres -como mentores unos, como amores platónicos otros, como censores cercanos o aspirantes- está muy diluida en esta versión biográfica. Pero no es el propósito de esta película que logra captar como pocas tanto la esencia intangible y la naturaleza de la poesía, como la pasión mitigada pero incontenible de una mujer y de sus contemporáneas.
Apenas publicó 12 poemas en vida. Casi todos de forma anónima. Tras su muerte publicó su obra su hermana Vinnie -descomunal también la bellísima actriz Jennifer Ehle en este rol-, su mayor apoyo y confidente en vida además de su cuñada Susan, probablemente también amante suya. Tenía en sus cajones más de 1800 poemas escritos que hasta hace bien poco no han conocido su versión definitiva. Muchos de sus editores, casi todos hombres, se empeñaron en retocar una y otra vez, para «hacerla más asequible», la puntuación y sintaxis de sus poemas. No tuvo ninguna notoriedad en vida más allá de las admiraciones de los pocos que tuvieron acceso a su talento, en una época de guerras de secesión y de hermanas Brönte. Ella que tanto habló de la muerte y la inmortalidad, sólo alcanzó el reconocimiento universal al abandonar su cuerpo.
Soy nadie. ¿Tú quién eres?
¿eres tú también nadie?
Ya somos dos entonces. No lo digas:
lo contarían, sabes.
Qué tristeza ser alguien,
qué público: como una rana
decir el propio nombre junio entero
para una charca admiradora. (Emily Dickinson. Poema 288)
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