El lector ideal, por Josele Sangüesa

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“Toda búsqueda de aprecio, de identidad, de afirmación o de confrontación con el mundo se reducen, en definitiva, a una búsqueda de interlocutor. Si siempre pudiera uno comunicarse con sus semejantes de forma adecuada y en el momento adecuado, no necesitaría escribir”. Con esta cita de Carmen Martín Gaite de 1976 se explica lo que este nuevo texto/ensayo de Josele Sangüesa pretende: reflexionar sobre el hecho de que escribimos y nos mostramos en redes para encontrar a alguien que nos devuelva la identidad de alguna forma. Algo, que en esta época se ha transformado casi en un acto desesperado de exhibición de vaciedades. Como el escritor y músico suele hacer en sus jugosísimos textos, parte de un hecho noticiado al que desentraña como si fuese un blade runner con su escáner fotográfico para enfrentarnos a un espejo. En este caso, la muerte del piloto de motos Luis Salom en junio de 2106 durante unos entrenamientos en el circuito de Montmeló y las reacciones de su familia durante el sepelio y el posterior aniversario. Y en esa reflexión se detiene en los límites del lenguaje: no existe una palabra en español que defina la pérdida de un hijo. Y cómo una reacción pública de auténtico dolor no actuado irradia su humanidad sobre la nadería gráfica de nuestra desconexión cotidiana. Buscando al lector ideal.

EL LECTOR IDEAL, por Josele Sangüesa

“Dentro de nada algún beato de gacetilla semanal se rasgará las vestiduras con las bestialidades del mundo moderno” (Francisco Casavella).

El texto de Emilio Pérez de Rozas conmemora el primer aniversario de una muerte. El corredor de motos Luis Salom fallece en accidente durante los entrenamientos del Gran Premio de Cataluña. Una serie de detalles me refrescan la memoria. La madre depositando mechones de su pelo en el féretro del hijo, un gesto ritual de profunda hermosura. En un mismo sacramento, sensualidad ofrendada en sacrificio por causa del dolor de lo innombrable. Un año después, en la primera foto que ilustra la noticia, el abuelo del piloto besa su máquina. Definitivamente traspasada de la competición al museo, de la belleza humeante del arma a la bestia cazada y resuelta en trofeo.

Foto Emilio Pérez de Rozas

Sigo leyendo y me quedo clavado en este párrafo. “El abuelo Salom se acercó, hace ahora un año, en el masivo funeral vivido en la catedral de Palma, a Carmelo Ezpeleta, máximo responsable de la compañía Dorna y organizador del Mundial de motociclismo, para explicarle que se sentía “culpable” de la muerte de su nieto: “Fui yo quien le metió el gusanillo de las carreras a él”. Ezpeleta, que se quedó perplejo ante la sinceridad de don Antonio, le dijo, tras abrazarle efusivamente: “Usted no se tiene que sentir culpable de nada. Usted tiene que estar orgulloso de lo mucho que quiso a su nieto, porque puedo asegurarle que Luis vivió la vida que quiso, con la pasión que todos vivimos las cosas que nos gustan. Así que sepa que su nieto era el hombre más feliz del mundo haciendo lo que hacía”.

Es fácil imaginar la gestación de la escena. Tras la inmediata pérdida, la mente necesita incorporar argumentos racionales al dolor en bruto. La mente necesita una explicación. Quizás sea un intento infructífero de huida, una tregua. Distraer el dolor o tenerlo ocupado en cualquier otra cosa. Mascar hasta el hastío lo imposible intentando demorarse en engullir lo cierto. Después, es usual que la necesidad de una explicación lleve a la culpa. De hecho, la culpa supone ese último hilo que une al ser querido. Perdido. No es un hilo de esperanza, como suele decirse, pero tampoco importa. Fatalmente, la culpa representa la última forma del vínculo. El último puente con lo vivo lejano. De algún modo, la culpa es la bella cabellera de la que el hombre viejo ya no puede desprenderse.

Tras el decorado interior del tormento, el funeral multitudinario. Es bello que el hombre viejo busque una salida, que acierte al encontrarla. En esta ocasión, el dolor & la culpa han sabido afilar las agujas de la brújula. Así, el patriarca Salom ubica al gran jefe, Carmelo Ezpeleta, el emperador de la alta competición. Y pronuncia frente a él las palabras precisas. No es relevante si la línea clara con que es introducido el diálogo obedece a la técnica narrativa de Pérez de Rozas o a la urgente elocuencia de Salom. Pero sí es importante la observancia de esa antigua jerarquía en la armazón del relato. Qué sucede, por qué. Me siento culpable de la muerte de mi nieto + Yo le inculqué la pasión por las motos.

Llegados a este punto, a nadie se le escapa que la escena encierra un peligro cierto. Entregarle a alguien tu fragilidad en crudo te deja enteramente a sus expensas. Y si su respuesta fuera cualquier lugar común, o algo simplemente para salir del paso, la mera urbanidad podría fácilmente traducirse en desprecio, doblando la condena del confeso. Quizás es por eso que, tras la confidencia del abuelo Salom, Pérez de Rozas hace un amago de suspense al apuntar que Ezpeleta se quedó “perplejo”. Segundos después, y cumplido el impasse, pronunció también las palabras justas. “Usted no se tiene que sentir culpable de nada. Usted tiene que estar orgulloso de lo mucho que quiso a su nieto, porque puedo asegurarle que Luis vivió la vida que quiso, con la pasión que todos vivimos las cosas que nos gustan. Así que sepa que su nieto era el hombre más feliz del mundo haciendo lo que hacía”. Finalmente, la tragedia encuentra una mínima resolución feliz. El hombre viejo ha dado con el interlocutor válido.

Carmen Martín Gaite escribió en 1976 La búsqueda del interlocutor y otras búsquedas.

“Toda búsqueda de aprecio, de identidad, de afirmación o de confrontación con el mundo se reducen, en definitiva, a una búsqueda de interlocutor. (…) Cada vez que estamos angustiados, es el lenguaje quien nos aporta la solución necesaria. (…) Si siempre pudiera uno comunicarse con sus semejantes de forma adecuada y en el momento adecuado, no necesitaría escribir: la escritura es como un sucedáneo para paliar esta incomunicación que hoy padecemos. El primer interlocutor satisfactorio y exigente venimos a ser, así, nosotros mismos. Nos proclamamos destinatarios provisionales del mensaje narrativo, mientras seguimos esperando, soñando, invocando a ese otro que un día nos vendrá a suplantar, a quien podamos decir: Toma esto, lo había estado elaborando para ti”.

Al transcribir las citas, reparo en que la alusión a Martín Gaite encierra una fatal coincidencia. Pocos años después de publicar ese libro murió también su hija, y no sé en qué medida le ayudó en ese trance hallar interlocutores adecuados con quienes poner en práctica el poder sanador de la palabra. Más aún teniendo en cuenta que el estado de los padres que han perdido a un hijo carece de palabra con que ser expresado. Es, literalmente, lo que no tiene nombre. Pero, en fin, esto no es una reflexión sobre dramas privados sino sobre las capacidades y las formas del lenguaje. Y si la historia de los Salom me ha llamado la atención es precisamente por la pureza expresiva con que palabras, signos y gestos son transmitidos por sus protagonistas. Por su candor. No candor entendido como inocencia, sino en su acepción primera, máxima blancura. En el sentido originario de su étimo latino candere, que da lugar a candil o incandescente, toda una serie de términos que aluden a la luz & el brillo. Si el relato me parece digno de comentario es por el modo en que la austeridad expositiva -no el pudor ni el recato- es sinónimo de precisión a la hora de comunicar el dolor extremo. Dicho de otro modo, por mostrar la distancia abismal que separa el acto de la actuación.

Ignoro qué será considerado arte por los historiadores del siglo que viene. Pero sí sé que contarán con una insólita abundancia de imágenes sobre la vida privada de sus antepasados. O sea, nosotros. Y, la verdad, no sé qué podrán hacer con ellas al tratar de responder a preguntas del tipo ¿quién era esa gente?, ¿cómo eran sus vidas? Frente al expresionismo extremo que define la documentación pública de tanta vida anónima -el chusco barroco de mueca que hallarán en selfies, perfiles en redes sociales, etc…- lo más probable es que los investigadores futuros acaben concluyendo que en nuestros días todos vivíamos en la cabina de una atracción de feria. Sea como fuere, es seguro que tendrán mucha basura gráfica que cribar hasta acceder a algún material en que la existencia humana sea plasmada con un mínimo de sentido y dimensión de hondura. Supongo que por eso les escribo sobre esta historia. Me interesa especialmente la figura de la madre. Traje negro, collar rojo. Un año después, vuelve a mostrar su melena rizada. Es heroico que aflore de nuevo su belleza madura. Y difícil apartar la mirada de esta foto, de su transparencia.

Foto Emilio de Pérez de Rozas

Como si la emanación de la verdad atinara siempre con el tono exacto. Y así, ternura, fatalidad, resignación, consuelo, son palabras que la imagen convoca de manera inmediata. Busco las fotos del funeral, un año antes. Comparando los rostros del padre y la madre, observo las distintas fisionomías que adquiere el estrago del golpe según quién lo recibe.

 

Foto Efe Cati Cladera

Él está fuera. Quiero decir que cifra el encaje inmediato del impacto en cierto grado de desconexión. En establecer una distancia prudencial ahí donde el sufrimiento linda con lo insufrible. Ella, en cambio, está dentro. Erigida en centro, coge las manos de marido e hija. No se aferra a algo, sino que lo atrae. Sus brazos están tensos. Parece saber exactamente lo que está pasando, por eso su tensión es conciencia, lucidez, instinto de supervivencia. Acepta que está inscrita en lo que ha sido escrito, irreversiblemente. Frente a eso, su respuesta es la vivencia absoluta del dolor. Dinámica & presente. Todo en ella es movimiento, y responde a cada atención en sincronía perfecta con los otros cuerpos. Como si asumir el dolor implicara también liberarse a su inercia, y empezar a aplicar el cauterio en levísima danza.

Gtresonline

 

Foto Efe Cati Cladera

Vuelvo a contemplar los rostros de los dos. Él ha sido arrasado por algo, algo de lo que ella no quiere desprenderse.

Foto Efe Cati Cladera

Su nombre es Maria Antònia Horrach. Un año después del funeral, en una entrega de premios, habla en público con contención vibrante.

33 seg en adelante

 

“Lo más grande que me ha pasado en esta vida no ha sido sólo tener a mis hijos, sino compartir. Poder compartir todo lo que compartí con mi hijo. Lo que él me dejó compartir. Su gran sueño, el motociclismo. Vivir, tanto sus fracasos como sus triunfos, a su lado. Reír. Sufrir. Todo eso… todo eso no me lo quita nadie. Todo eso lo llevo conmigo. Eso me da fuerzas cada día para seguir. Todo lo que he podido vivir con él durante estos 24 años. Muchas gracias a todos”.

Más acá de la hondura sutil de ciertos matices o la potencia de un par de silencios, cualquier guionista podría aducir que, a fin de cuentas, esto no es más que un compendio de tópicos. Pero precisamente en eso consiste la existencia de todo ser humano. El mapa de unos puntos cardinales. Creación, destrucción, luz, oscuridad. En fin, habas contadas. Así las cosas, la mayor o menor Gracia de cada cual en su paso por la vida consistirá en la manera de afrontar los tópicos según le toca vivirlos. En la capacidad de convertir los lugares comunes en lugares sagrados. En su ensayo, Martín Gaite dialoga así con un hipotético mal interlocutor: “Tienes que aprender a escuchar lo que digo, que nunca lo escuchas ni te enteras de lo que significa. Comprendo que no pueda dialogar contigo. Hablas desde otro sitio, desde fuera”. En cambio, dentro es el lugar desde el que esta mujer habla y escucha, desde donde trata por igual con la muerte y la vida. Pues su voz es la de alguien que se habita a sí misma, por difícil que pueda resultar en ese instante. Algo en este vídeo transmite una sensación palpitante de vida. Improvisada, espontánea. Algo está atravesado por el don de de la verdad sin pauta. Una madre habla de su hijo muerto mientras se cuela de fondo el balbuceo travieso de un bebé. En realidad, todo lo que observo en esta historia me resulta admirable. El modo en que la solemnidad es expuesta al natural, no impuesta. Y en que parece que nada necesite ser representado, pues todo significa por el mero hecho de estar sucediendo.

Vuelvo a dirigirme a los teóricos de arte por venir, insistiendo en que habrán de esbozar éticas & estéticas sobre ingentes montañas de imágenes de seres anónimos en redes sociales. Imágenes que borraron la frontera que antes separaba lo privado de lo público. A partir de ellas, deberán discernir qué fue en nuestro tiempo la medida del hombre y qué la tiranía de los dioses. Poder analizarlo con cierta claridad resulta complicado. Desde el aquí & ahora, sólo puedo contarles las cosas que suceden. Por ejemplo, hace unos meses un individuo asesinó al embajador ruso en Estambul. Aunque la noticia no tuvo excesiva relevancia –apenas el eco de unos días– , un detalle estético provocó infinidad de comentarios. El gesto y la indumentaria del asesino parecían imitar a los de cierta escena de Quentin Tarantino. Allí donde la realidad cumplía la profecía de la ficción, se generaba una extraña sensación de epifanía. De modo que si llegan a leerme, podrían concluir que a día de hoy se mata como en las películas, pero se sigue sufriendo la muerte en tanto que criaturas humanas. Aunque quizás la observación resulte tan apresurada como efectista. En fin, no se vean obligados a conclusiones urgentes. Desde la cima de su perspectiva, y lejos de nuestro ruido gráfico, gozarán de la calma que supone que ya estemos todos muertos.

Sí, también Jordi Hurtado & Eduard Punset.

Tal y como habrán leído en sus textos de historia, los nuestros fueron tiempos muy extraños. Fascinantes también. Un cambio de ciclo en toda regla. Los avances de la informática pusieron al alcance de todos un entramado técnico de fácil uso que nos permitió igualarnos con los antiguos dioses, los entes de ficción que hasta entonces habían aparecido en las pantallas durante más de medio siglo. Ese fenómeno de equiparación hizo de nosotros un espécimen típicamente genuino de esta época, el falso replicante. Un extraño ejemplar de la doble máscara. Así, como observarán en nuestra iconografía fósil, las fotos que hoy ilustran nuestra vida real suelen mostrarnos imitando la gestualidad de los antiguos actores que, a su vez, interpretaban un papel escrito por otros. Por tanto, del legado gráfico de nuestra intimidad, cabría atribuir los usos expresivos a máscaras robadas. Eso explicaría que, como habrán comprobado, sea habitual vernos aparecer en situaciones de lo más ordinario -sábado en la playa, domingo con paella, Primavera con Sound- con un grado notable de sobreactuación. Como de estar viendo brillar a cada instante rayos C en la Puerta de Tannhäuser. Pese a tamaña exaltación monumental de lo cotidiano, pronto comprenderán que ese exceso de aparente transparencia no es nada más que un muro. Pues, acaso la conclusión más certera que quepa extraer sobre nuestra época es que las únicas lágrimas que no se pierden en la lluvia son precisamente las que no se ven. Por eso me interesa la historia del motorista Salom. Por el modo excepcional en que lo veraz es expuesto en el espacio público. ¿Recuerdan? Todo empezaba con un hombre viejo que encontró a un interlocutor al que contar su pena. Cien años después -con sus días, sus noches, su producción en red 24/7 desde cualquier punto del planeta- y en geometría inversa, ustedes serán los interlocutores válidos, pero posiblemente les resulte difícil entender qué diablos locutábamos. Dónde estaba el mensaje, cuál era el argumento. Pues ahí va mi humilde aportación a su pregunta: esta insólita manifestación de belleza & dignidad en que se ve honrada la existencia humana.

Las redes sociales inauguran el fenómeno de la intimidad anónima concebida como acto publicitario. Para ser más precisos, como anuncio gratuito de un tercero -llámese facebook, instagram o whatsapp…- por persona interpuesta -llámese todo hijo de vecino-. Así, sólo en el ámbito del spot-in-progress se entiende la figura del proletario-star. Aunque, en la medida en que es excepcional conseguir algo parecido a un salario de la exposición constante de uno mismo, quizás fuera mejor hablar de paria-star. En otro orden de cosas, y desde una perspectiva estética, podemos entender las redes sociales como el último estadio evolutivo del kitsch. De entre los primeros analistas del término, Adorno lo define como parodia de la catarsis y de la verdadera conciencia estética. Por su parte, Benjamin lo relaciona con la reproductibilidad técnica en el ámbito del arte, y cifra en el kitsch la atrofia del aura de la obra artística, que invalida para siempre el carácter de afirmación individual del “momento” creativo. Tirando de ese hilo, desde que la intimidad en red social es proyectada como obra, estaríamos ante la atrofia del aura del yo, de la propia experiencia. Lo cual sería extensible a los modos de asunción & representación de la muerte.

Hace unos diez años la banda Def con Dos publicó la canción Pánico a una muerte ridícula. Posiblemente ahondar en la parte cómica del asunto tuviera el efecto de exorcizar el miedo al propio asunto. Es un modo de verlo. Pero dudo que César Strawberry llegara a imaginar que su canción acabaría siendo la mitad de un presagio. A día de hoy, uno de los contenidos más visitados de la producción en red social es la de muertes en situaciones arriesgadas o absurdas. En este último caso, y a diferencia de lo que apuntaba Strawberry, la muerte ridícula es vivida sin pánico alguno. Básicamente por falta de conciencia: de peligro, de inminencia del fin y, por extensión, del propio yo. Quizás porque “lo kitsch supone un predominio del efecto sobre el conflicto” (Molina Foix). Atendiendo a los últimos hits de ese nuevo género que podríamos llamar Sensación de Morir, el sentido del riesgo o el ridículo es anulado por una instancia superior: ser observado -que no admirado- como equivalente a ser inmortal. Por todo ello el viejo adagio Un bel morir tutta una vitta honora podría traducirse hoy como Una muerte absurda da sentido al breve lapso entre una palomita y la siguiente.

Otras variantes del fenómeno pueden mover a ternura, admiración o piedad. La historia del paciente de una enfermedad crónica que ha encontrado el sentido a su vida en hacerse fotos con celebridades. El recurso a la cercanía de la fama como posible alivio a la constatación de la mortalidad. O el enésimo trapecista extremo que se ofrenda en sacrificio para el show, haciendo un trágico honor a aquella rola de Kiko Veneno, El deportista por la ventana. Así, y volviendo a Benjamin, el desarrollo actual del kitsch no supondría sólo la desaparición de la ritualidad en la experiencia artística, sino el vacío de la propia experiencia personal en aras del gran ritual de mostrarse. Mejor dicho, del metarritual que ofrece todo el entramado externo de una religión sin hombres pues, multiplicando sus formas de exposición constante, vacía de misterio y sustancia a sus fieles. Es la ceremonia infinita que no tiene nada que oficiar. La gran representación que no tiene nada que representar. Dicho de otro modo, y parafraseando a Chico Buarque, es el edificio que sólo se construye cayéndose de él. En este nuevo kitsch, cualquier posibilidad de experiencia artística ha sido definitivamente sacrificada en aras de la comunicación, un zeitgeist cuyo único criterio de valor se cifra en la capacidad de transmisión. En la fuerza expansiva de la onda más que en la naturaleza de la energía que se expande.

 

Aunque, tal como apunta Casavella en la cita de que que encabeza el texto, quizás esto sea una forma beata de ver las cosas. Pacata, analógica. Y que no pone el foco en lo fundamental. Pues la cuestión no es la mayor o menor entidad de la expresión humana al ser vertida en infinitos espejos. La cuestión es la soberanía de la máquina. En Genealogía de la Moral, Nietzsche apunta la idea de que el hombre creó a Dios para saberse observado, como un mero acto de egotismo. Nos referimos a un Dios que no existe o, en fin, no tiene presencia corpórea, y cuyo fantasma Nietzsche había venido a aniquilar. Pero hoy ese Dios sí existe como objeto físico, y es esa máquina que nos observa en ceremonia perpetua. En apenas décadas ha pasado de tener la forma cenital, gótica y acechante del orwelliano Eye in the sky -la cámara de seguridad- a algo más a la medida del hombre, amable, renacentista. El teléfono móvil como Peeping god es la deidad espía entendida ya no como electrodoméstico, sino directamente como casa, biblioteca de bolsillo de nuestra autoiconografía. Así las cosas, ¿qué pasa con el arte? Durante muchos siglos y de un modo diverso, la expresión artística no hizo otra cosa que contener a Dios. Ser su vasija, su encarnación. De la bóveda de la Capilla Sixtina al David de Miguel Ángel pasando por la Notre Dame de París. Luego, del Lou Reed que recita And I feel like Jesus son a Madonna, cierto halo de divinidad ha acompañado también a las manifestaciones creativas, ya sea de un modo literal, alusivo o paródico. Pero resulta que la máquina es ahora la encarnación de Dios. Está del otro lado de la figura representada, y es el creador no ya de nuestra imagen, sino de nuestra semejanza. Por tanto, ¿somos nosotros la obra? ¿de arte? A quién le importa. Somos señales, sombras o huellas. Capricho ensimismado frente al artefacto, ritual de su culto. Algo demasiado parecido a aquellos versos que Biedma escribió para Gabriel Ferrater: “Como enanos y monos en la orla/ de una tapicería (…)/ O como fieles asistentes/ al santo sacrificio de la fama/ de tu exceso de ser inteligente/ éramos todos para ti”. Expresiones en serie de la Nueva Intemperie Absoluta frente a la Gran Mirada. Ante tal panorama, toda cautela es poca frente a la tentación beata. ¿A quién le importa la Capilla Sixtina? ¿A quién le importa Miguel Ángel? A ver si se han creído que todo hijo de vecino va con esas pintas los días laborables. Más aún, que tiene un trabajo. En fin, no hay que dejarse impresionar por las grandes palabras. ¿Lou Reed? ¿El hijo de Jesús? Atendiendo al gossip del Nuevo Testamento, ese hipotético hijo sólo podía ser de María Magdalena, es decir, un auténtico hijo de puta. Quiero decir que uno de los signos más definitorios de nuestro tiempo es que nunca antes habíamos tenido tan presente la exhibición pública de la mezquindad & estupidez de nuestros semejantes. Y que este aparente Futurismo que nos proporciona el ojo de la máquina es más bien un Renacimiento extremo, en el que Hobbes podría ser perfectamente una marca de colonia for men cuyo slogan fuera: cuando no es un lobo, el hombre es un bobo para el hombre. Dicho a la manera de otro perfume, vuelve el hombre -y la mujer, claro- y ese serio aviso viene a recordarnos que somos la basura que flota en el naufragio de todo arquetipo. Visto de otro modo, somos el límite contra el que cualquier asomo de belleza o virtud habrá de perfilarse. Así, y aunque sea por oposición, nuestro mainstream de detritus ilustrado está trabajando en pos de la belleza y la virtud. Puesmiratúquébien. Siempre es más agradable fotografiarse comiendo una banana que cargar a los hombros las pirámides de Egipto. Frente a cualquier atisbo de mohín purista, no nos cansaremos de repetir que no se trata de una cuestión de rebajamiento, sino de ensanchamiento. Que no es un asunto vertical, sino horizontal. Hay más gente a la vista, el mundo es más gordo y esoestodoamigos.

En otro orden de cosas, es más que probable que en el siglo XXII los estudiosos de arte a los que tanto apelo sean también simpáticos robots de nombres rutilantes como Borge Luiz Jorge, Bloom in Motion o Snchz Drake. Lo cual no habría de restarles un ápice de ecuanimidad en el juicio. Estoy seguro que ellos sabrán hacer lo que hay que hacer con nuestra herencia. Por cada mil Venus & Apolos del postureo, un testimonio como el de la familia Salom/Horrach, una admirable & excepcional Piettà 2.0. Por supuesto, doy por descontado que los androides del mañana también podrán hallar en nuestro cementerio de chatarra gráfica puntuales manifestaciones veraces de alegría y felicidad. Simplemente me encontré con esta historia. Aunque pueda parecerles triste, es un réquiem fértil en irradiaciones. Por ejemplo, y volviendo al vídeo, fíjense en la manera en que Horrach abre la palma de su mano para posarla sobre el casco de su hijo. (1.28) Algo sucede ahí. Una descarga eléctrica de vida que atraviesa el fetiche del ausente en una caricia. Por eso los aplausos del público son una intromisión en un instante de intimidad entre ella y el objeto del hijo, ese fotograma en que parece que se escuche ya luego en casa hablamos. Y el poso del dolor es levedad, exactitud, elegancia. Ceremonia autocumplida. De fondo, siempre el rostro del hombre. Sostiene un trofeo mientras mira a su esposa. La metáfora brinda sus puertas abiertas. Su figura sugiere armonía, calma, asunción. Como si la tragedia llevara inscrita en su envés una leve compensación: reconocer a la persona amada, volver a descubrirla en nuevos límites. Un año después, todo está en el lugar en que tiene que estar, y el hombre se acomoda al segundo plano como la perspectiva idónea desde la cual querer a alguien supone simplemente una constatación empírica. Comprobar a diario, contemplar. Todo desprende una elocuencia mágica, quizás porque es verdad. El hombre sostiene un trofeo y de su rostro emanan gratitud, admiración, amor. Por quien sabe leer lo que pasa en las cosas que pasan.

 



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