Elogio del amor rival, por Josele Sangüesa

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Llegar al bar, ver el percal, ser Kapuscinski. O al menos recordar ese principio básico con el que honró su oficio. Es conveniente llegar al lugar de los hechos una vez ha pasado un tiempo prudencial. Atendiendo a esa norma, cuando los periodistas dejaban su puesto deponiendo las cámaras, Kapuscinski empezaba a tejer su relato con los flecos sueltos del deber cumplido. De los otros, se entiende. Y así, de la misma manera que sólo es posible intuir el esqueleto de la bestia sin vida cuando las hienas dejan los huesos que han roído, el polaco buscaba las claves del fuego en el humo y las brasas. Con esos testimonios que siempre se mascullan con la boca pequeña, desde la otra orilla de los off the record.

Bueno, total, que yo entro en el bar recién acabada la final del Open de Australia, Federer – Nadal. El personal, pues eso, está por lo que está. Una pareja de polis. Un marroquí simpático que siempre bebe whisky mientras juega a la máquina. Dos parejas con niños. Y en la barra, un pelotón de chavales fusilando cervezas en rondas de a siete. Todos parecen cansados. Partido a cinco sets. No es fácil para nadie.

Para ser precisos, mi entrada en escena coincide con el turno de agradecimientos que, en el caso de Nadal & Federer, parece ser un género en sí mismo. La cumbre del fair play, todo un monumento a los títulos de crédito. Quesebesen, en fin, tan antipimpinela. “ Roger se merecía el título un poco más que yo”. “ Sigue jugando, Rafa, el tenis te necesita”. Según el runrún, había gran expectación por la final. Y un plus añadido. Algo parecido a un estado de excepción. Pues si el paso de los años había ido arrinconando a los dos tenistas a un segundo plano, ahora una providencia les devolvía a lo más alto. Es la magia del comeback. El poder bicéfalo de potencia y piedad, del siempre y el aún. Bueno, vale, y qué. Yo también he vuelto. Me han puesto una cerveza, me han puesto cacahuetes y sé rizar el rizo. Así que rivalizo. Con la rivalidad.

Mohammed Ali- Georges Foreman en Kinsasa, antiguo Zaire, 1974. When we were kings, de Leon Gast. Hay que verlo, allí está todo. Siete años antes, a Ali le habían arrebatado el título de campeón mundial por su negativa a luchar en Vietnam, y esa era su primera opción de recuperarlo. Para entonces, Don King ya había hecho sus primeros pinitos en la vida. Entre otras cosas, cumplir condena de cuatro años por homicidio en una cárcel de Ohio. Una vez fuera, organiza su primer combate de boxeo, iniciando una larga y próspera carrera como promotor. Así que llega a un acuerdo con el dictador Mobutu Sese Seko – que , hablando en plata, significa que Seko apoquina 10 millones de dólares de entonces- para la celebración en el Zaire del que sin duda alguna es el más premium de todos los combates del siglo, habidos y por haber. Y que enfrenta al entonces vigente campeón, George Foreman, con el único monarca soberano y legítimo del ring, que sólo pudo ser depuesto en los despachos de un Tribunal Federal de Houston, el hombre que flotaba como una mariposa y picaba como una abeja, Mister Louisville Lip, aka The Greatest, Muhammed Ali. Por si faltaran alicientes, el evento no sólo convoca a los más grandes. También pone a prueba la posibilidad , por remota que sea, de algún tipo de justicia poética.

«Por si faltaran alicientes, el evento no sólo convoca a los más grandes. También pone a prueba la posibilidad , por remota que sea, de algún tipo de justicia poética.»

Ali decide preparar el combate en el Zaire, trasladándose allí meses antes de la fecha anunciada. Los viejos lo llaman preparar el terreno. Como si conociera el engranaje oculto de los símbolos, el púgil tiene claras ciertas leyes no escritas. Por ejemplo, la sustancial diferencia entre lo que es el mapa y lo que es el territorio. Así, es habitual verlo entrenarse mezclado entre la gente, y compartir con ellos los cantos que preparan las batallas. “ Ali, Bumayé”- Ali, mátalo- , es el grito de ánimo con que la población local deja patentes sus preferencias. Bueno, parece que la noche del combate, el artista antes conocido como Clay va a contar con el favor del público local, pues Kinsasa y él ya se han hechizado mutuamente. Aunque, a decir verdad, rendirse al hechizo de Ali era poco menos que una ley debida.

“Soy mejor ahora que cuando me visteis correteando junto a Sonny Liston. Soy un experto, soy un profesional. La mandíbula se ha roto, ha golpeado el suelo un par de veces, !soy malo! He cortado árboles, luché contra un cocodrilo. Me peleé con una ballena. Esposé rayos y truenos en prisión !Eso es malo! Sólo en la última semana asesiné a una roca. Herí a una piedra! Hospitalicé a un ladrillo. Soy tan vil que hago enfermar a la medicina”.

Mohamed Ali era puro carisma. La segunda mitad del siglo XX fue testigo de la colosal dimensión del personaje. “ Yo soy un científico del boxeo. Esa es una realidad científicamente demostrada. Allá ustedes si olvidan, por su cuenta y riesgo, que soy maestro del baile, un gran artista”. Un poeta del show, un truhán y un señor. Un tipo que, en la escalera del avión que ha de llevarlo de NY a Kinsasa, declara ante la cámara : 1) Voy a acabar con Foreman. 2) Niños, no comáis caramelos, que luego los dientes se pudren. Y bueno, todo así. A medio camino entre el predicador, el bufón y el oráculo desbocado, el Ali del 74 es la encarnación del elegido por los dioses. Alguien sobre el que se proyectan sombras infinitas, de Jesse Owens a Chaplin, de Malcom X a Gil Scott Heron. Puro siglo XX. Campbell H , problemático & febril.

Frente a un rival así, Foreman es un mero campeón del mundo. Tal y como declara un lugareño, “ antes de verlo bajar por la escalera del avión, pensábamos que era blanco”. Y aunque no lo fuera, sí representaba al stablishment, muy a su pesar. Pese a mostrar sus respetos al llegar a Kinsasa (“ África es la cuna de la civilización ” & blablabla), parece que el relato ya ha dispuesto los roles de antemano, trazando una precisa simetría de opuestos entre él y su oponente. En cada pequeño detalle se anticipa el veredicto. Al bajar del avión, Foreman se presenta ante las cámaras con un pastor alemán. No se entiende que nadie le haya prevenido al respecto. Para los locales, esa raza de perro representa casi un siglo de explotación colonial belga. De estar guionizado, el suspense no podría ser más efectivo. O bueno, quizás sí: pretendiendo que no está guionizado.

En cualquier caso, está claro que, en pleno auge de la lucha por los derechos civiles, Martin Luther King o las Panteras Negras, y mezclado entre la troupe que viaja hacia la tierra de su origen, a Foreman le está tocando en suerte interpretar un papel muy poco agradecido: el pájaro que ensucia su propio nido. El Judas sin querer. Con todo, el aún campeón entrena duro contra los elementos. Poco antes del día programado, sufre una extraña lesión en una ceja, que deja el combate pendiendo de un hilo. Don King aparece tranquilo ante las cámaras. Mientras se negocia con las autoridades locales, confirma la celebración del combate, que es pospuesto hasta nueva orden. Luego cita a William Shakespeare sin alterar el flow: » El dulce fruto de la adversidad, feo y venenoso como un sapo, aún lleva una preciosa joya en su cabeza». Todo alrededor del evento desprende un embriagador aroma lisérgico, en un cruce perfecto entre el black power y el realismo mágico. King no luce aún ese peinado imposible de los años 90, que parecía imitar una danza del vientre en pleno electroshock . Pero sí que es el manager de las primeras espadas de la música negra y latina. Del 22 al 24 de septiembre se celebra en el Estadio 20 de mayo el Festival Zaire 74. En el cartel, James Brown, Bill Withers, B.B. King, Celia Cruz & Fania All-Stars, Miriam Makeeba.

Entretanto, el dictador toma una serie de medidas drásticas. La llegada masiva de periodistas americanos al país ha hecho crecer el pillaje en las calles. Así que, en una personal traducción del pugilístico Segundos fuera, Mobutu hace un barrido masivo de pequeños delincuentes y también de opositores, a los que confina en los sótanos del estadio en que habrá de celebrarse el combate. Un evento al que él, temiendo por su vida , decide no acudir.

La pelea es historia. 30 de octubre. 04.00 hora local. Contraviniendo su propia leyenda, esa noche Ali no baila alrededor de su rival. Para sorpresa de todos, decide dormitar entre las cuerdas. Provoca así que Foreman se agote en vano, brazeando golpes en ráfagas inútiles que él buenamente soporta o sortea. Mientras tanto, en la intimidad del cuerpo a cuerpo, susurra al oído de su golpeador: ¿ Eso es todo, George? Durante siete asaltos Ali es puro teatro, una provocación dibujando un anzuelo que Foreman muerde una vez tras otra. En el momento justo, se desprende del disfraz de sparring y da un golpe certero, de campeón mundial. Knockout en el octavo y sí, eso es todo, George.

Pasan los años. Pese a revalidar varias veces el título, Ali ya nunca volvería a alcanzar la plenitud de Kinsasa o Manila, contra Joe Frazier, en el 75. Tampoco hubiera sido humano ni posible. Finalmente cuelga los guantes en el 81, ingresando con honor en el santoral americano. Foreman, por su parte, combina retiradas y regresos, dilatando una longeva decadencia hasta el 97, con 48 años.

Esta charla entre Ali, Foreman y Frazier, el tercero en discordia del altar más glorioso de los pesos pesados. Ya retirados, y frente a las cámaras, otra vida está en juego. Atrás quedan bravatas y cánticos de guerra. Ahora son los días una lenta secuela que consiste en mirar a la gloria de lejos, como un souvenir. Así, a primera vista, la Santa Trinidad del P’ habernosmatao presenta dos facciones bien diferenciadas. Foreman y Frazier muestran buen aspecto. El primero es todo ternura, fraternidad locuaz. Habla de sus diez hijos y de su nuevo oficio de predicador. El segundo, más duro y retador, elegancia chulapa de pimp en domingo. En cambio, en Ali se manifiestan los primeros síntomas del parkinson. Lejos de inducir a lástima, su recién estrenada lentitud le otorga un aura mística. El brillante bocazas ha dejado paso a un nuevo personaje , alguien a medio camino entre el maestro zen y el orfebre cabal de epigramas. Aunque, en el dulce extravío de sus ojos parece que se masca la sospecha: vives en la memoria de la gente con gestas que ahora empiezas a olvidar. Como un héroe mitológico, el campeón será el primero de los tres en llegar a saber si, después de haber bebido en las aguas del Leteo, el olvido era un castigo o era un premio. Entretanto, cultiva en la ironía la victoria del tiempo. “¿ Cómo conservas una cara tan bonita después de tantos golpes?: Rezándole a Dios”.

La entrega de los Oscars del 2006 vuelve a reunir a Foreman y Ali. Leon Gast es premiado por relatar su historia en When we were kings. Desde el escenario, requiere la presencia de los viejos púgiles. “ El mejor golpe de Ali es uno que no dio. Mientras yo caía en la lona, él amagó con darme el golpe de gracia. Todos lo hacen. Yo lo hubiera hecho, pero él no ”. Quizás Foreman entiende que esa es la lección que toda derrota asigna a quien llega a merecerla: la elegancia puede ser una omisión. Un golpe que no se da. Ahora se acerca al asiento de Ali y lo ayuda a subir al escenario del Shrine Auditorium, con el público en pie. Todos los presentes manifiestan una gran emoción por algo que es polvo en la memoria del héroe. Con su muerte, hace menos de un año, un tuit de Foreman pone punto final a lo que no requiere de más explicación . “Ali, Frazier y yo éramos un solo hombre. Una parte de mí se ha perdido, la pieza más grande“.

Algo más frío y no menos intenso es el duelo entre Anatoli Karpov y Garri Kasparov. En un juego de extremos calcado al anterior, Karpov representa el poder del Kremlin. Es el canon del hielo, la contención y el cálculo, el discurso del método. De doble ascendencia judía y armenia, Kasparov encarna los valores eternos de la periferia y la juventud. Es el desparpajo, el impulso del genio. El descarado encanto de la rebeldía. Juntos disputaron cinco títulos mundiales en diez años. Según ensalmo zíngaro, ambos surcan la palma de la mano del otro. Son la forja recíproca de un carácter ajeno.

Su primer Campeonato Mundial se celebra en Moscú en el 84. El campeón vigente es Anatoli Karpov. Tiene 33 años y la sombra alargada de un estigma. Nueve años antes, su primer título fue debido a la incomparecencia de Bobby Fisher. Y pese a convalidarlo en dos ocasiones, la distancia que lo separa de su nuevo oponente, Victor Korchnoi, bautiza al campeón con el precoz epitafio del No tiene rival. A la soledad de la cima, Karpov aporta el ingrediente de la melancolía. Hasta que Kasparov aparece en escena como la posibilidad de un estímulo cierto.

Dicho todo lo cual, aquello empieza siendo un baño siberiano. 5-0 de entrada para Anatoli Quienconiñosseacuestacampeónselevanta Karpov. Intentando explicar el porqué de la pájara, Kasparov demuestra que el descaro es algo que sencillamente se bosteza. “Debo admitir que empecé el campeonato sin conocer a fondo los puntos fuertes de mi rival”, declara, como quien acude a la llamada de los dioses olvidándose los donuts en casa. Pero, al borde de la humillación, empieza a remontar. Una, dos, tres partidas. Los viejos del lugar recuerdan lo que vieron. Yuri Averback fue árbitro de esa final. “Yo vi cómo Kasparov cambiaba durante el campeonato. Empezó como un muchacho, terminó como un hombre adulto. Como un luchador. Karpov no se dio cuenta de esa situación”. Con la cima otra vez rozándole los dedos, la euforia resultó más nociva que la melancolía.

 

 

El 5-3 del marcador ha supuesto más de cinco meses de competición. Florencio Campomanes, presidente de la FIDE, determina por sorpresa la suspensión de la final, alegando que un Campeonato del Mundo no puede convertirse en una prueba de resistencia. Kasparov denuncia presiones del Kremlin en esa decisión, mientras Karpov la atribuye a causas bien distintas: el más alto mandatario del deporte soviético, el azerbajano Asiyev, es un fan declarado de Garri Kasparov. En el cruce de acusaciones, motivos personales y política interna son metáforas cruzadas. Y el odio manifiesto entre las dos K, el eco de una guerra entre mundos largamente enfrentados.

La nueva final se celebra también en Moscú, y acaba con un ajustado 5-3 que corona a Kasparov por primera vez, a los 22 años. “Había algo sagrado en ese título”, explica. Meses después, cuando Mijaíl Gorbachov sube al poder y anuncia la perestroika, su icono ya estaba allí, esperándole. Una vez más, el signo adelantándose a los tiempos.

Las siguientes tres finales se cuentan por victorias de Kasparov. En el documental, y por el rol que la historia le ha asignado a Karpov, es recurrente verlo analizar sus fallos. Es una extraña suerte de autopsia autoinducida, que él acomete con lucidez, dignidad y resignación. Sobrevivir al error para entenderlo luego, mirándolo de cara, es la labor del hombre sabio. Su cuerpo es la sazón de su derrota. Su campo de cultivo. Tiene dos grandes bolsas en los ojos. Tal vez sean el símbolo de un trono, en que el monarca es la mirada. O de los restos fláccidos de un músculo, que un día fue del hombre obligado a soportarla.

Año 86, Londres- Leningrado. Kasparov impone un rotundo 0-3 de entrada. Karpov lo iguala hasta el 3-3. El campeón denuncia venta de información al rival por parte de uno de sus analistas, Eugeni Vladimirov. El traidor es expulsado de su equipo. Con el 5-4 final, Kasparov conserva el título.

Sevilla 87. 6-5. Una terca igualdad -vibrante, violenta- ciñe cada guarismo. Un pequeño detalle vuelve a hacer aflorar la brutal colisión de caracteres. En una posición muy favorable, Karpov comete un fallo inexplicable con una de sus torres. Sentado frente a él, Kasparov gesticula con muecas de sorpresa, que el primero entiende como una humillación “Él estaba muy feliz con mi error, y se lo mostró al público, como diciendo “Es imposible”. Ok, no es muy correcto… pero él es así”. Luego vuelve a ganar. Más o menos por eso. Porque él es así.

En 1990, entre Lyon y New York, K & K se enfrentan en su último Campeonato del Mundo. 4-3. En total, son 144 partidas entre ambos, con una diferencia de sólo dos puntos. La cruenta cesura entre lo disputado y lo inequívoco.

Doce años más tarde, Karpov gana el Torneo Internacional de Linares. Pese a enfrentar entre sí a los ocho primeros del ranking mundial, está muy lejos de ser la auténtica corona. Según los expertos, las partidas de Karpov en Linares son auténticas obras de arte. También la que le gana a la otra K. En la cumbre de su juego, Karpov cumple con brillantez el karma cruel de merecer la gloria sin testigos. O con pocos, digamos. Frente a las cámaras, se limita a consignar su suerte en la distribución de los papeles: “ Aunque Kasparov era el gran favorito para la opinión pública…”, etc.

Doce años después, la vida les depara un último encuentro. Kasparov lidera la oposición al gobierno de Putin, y es encarcelado durante cinco días. “Aprendí mucho sobre mis supuestos amigos. Los que esperas que estén de tu lado, no lo hacen”. Apasionado y vehemente, para Kasparov es el concepto de amistad lo que su detención ha puesto a prueba. Pero, según Karpov, se trata de respeto. Inesperadamente, es él quien intenta visitarle en prisión, aunque le deniegan el permiso. Quien reclama su puesta en libertad sin éxito. Quien, en última instancia, le entrega a su madre una revista de ajedrez para que se la haga llegar. El respeto, esa fruta madura. “Es tan fácil amar como odiar, cuesta más ser amable y gentil”, cantaba Morrissey.

“Sólo quise mostrar mi apoyo y el apoyo del ajedrez”, dice Karpov. A través del amor y el estudio del juego, del odio personal, de las buenas y las malas artes, hay quinientas horas de partidas, miles de duro entrenamiento. Alcanzar la maestría significó cruzar por la mente del otro. Y si amas el juego, siempre honrarás a quien le dio sentido. Ese debe de ser el misterio del vínculo, su ministerio.

El bar se vacía. Y según Kapuscinski, yo habría de tener alguna historia a medio armar. Pero lo que tengo a mi lado es un marroquí que ha subido a la red a pedirse otro whisky. Y el cambio en monedas de un euro, por favor. Todo apunta a que va a vender caro su último punto. El de set, juego y partido, que ganará la máquina si no cambian las cosas. Los polis aún comentan lo de Nadal & Federer. Ella dice que son todo un ejemplo. De deportividad. Él , que el mundo real no es como ellos lo pintan. Que con ese pastizal, pues cualquiera, hasta él. Y así siguen un rato. La rivalidad, otra vez, di que no. La consagración de la pertenencia. Ser la doble mitad de algo perfecto. Yo ahora pago lo mío y me voy para casa. Así, como el que más. Un campeón. Que no tener rival es andar solo.



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