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Hace diez años, visité un par de veces Detroit, una ciudad contemporánea en ruinas. Esfuerzos institucionales y, sobre todo, una activa iniciativa artística intentan desde hace unos años resucitar la ciudad, prácticamente deshabitada y en bancarrota. Conseguirlo, entrañaría una hazaña que no sé si nunca se ha logrado: revertir el colapso urbano de las grandes ciudades americanas. Hace una década, estas son las impresiones que me causó Detroit, la capital de Motown y la General Motors.
Un paseo por Detroit nos recuerda que lugares como este fueron en algún momento el futuro de las grandes ciudades americanas. Detroit mantiene su actividad, sigue siendo un poderoso centro del poder automovilístico, y tiene un simpático y bien nutrido museo de arte contemporáneo, en un estilo un tanto demodé que lo cubre de encanto. Al borde del río, sobre la orilla desde la que se divisa Canadá, flamantes rascacielos de cristal se erigen con orgullo. Sus plantas inferiores son activos malls, llenos de restaurantes y tiendas populosos.
Ahora bien, el centro de la ciudad, lo que en el contexto de una ciudad europea o latinoamericana llamaríamos el “centro histórico”, aparece desoladoramente deshabitado. Rascacielos de piedra de unos veinte pisos de altura se alzan como enormes fantasmas mudos, resquebrajados, con los cristales rotos, y difundiendo su sofocante vacío a las calles, que también parecen hacerse más silenciosas ante su presencia. Aún no son vestigios como los de las antiguas ciudades griegas o romanas, por ejemplo, listos para desbordamientos de nostalgia o con el halo de un pasado lejano, sino espacios ruinosos, que se nos pueden desplomar encima en cualquier momento, y por el que transitan fantasmas demasiado recientes. Detroit es como un cadáver que aún no ha acabado de enfriarse. Sus calles producen la impresión de lugares de donde la vida se ha retirado, pero que aún palpita tenuemente. Quizá por ello entre sus calles, entre las ruinas de la estación de tren o de los deliciosos cines de luminosos art déco, reina la desolación.
«Tras las ventanas de los rascacielos abandonados de Detroit, una se imagina personajes semejantes a los grandes secundarios del cine americano de los 40.»
En su estado actual, Detroit es capaz de ofrecer con precisión la imagen de la arquitectura del siglo XX como una forma de pasado. Las ciudades americanas están asociadas al cine de Hollywood con tanta naturalidad, que uno se imagina lo que fue esta ciudad recurriendo a ese imaginario cinematográfico: las calles de las ciudades de las décadas de los veinte o treinta hasta los cincuenta llenas de ebullición, con gente dirigiéndose a trabajar a paso apresurado, las bocas de metro vomitando multitudes, rendidas a una activicad vibrante. Todo eso que quedó atrás cuando las familias norteamericanas repudiaron la ciudad, su profusión y su miseria, para ir a “urbanizarse” en las afueras, en el campo, encadenando para siempre su forma de vida al automóvil, lo que pradójicamente, no pudo detener la crisis de esta industria, con centro en Detroit. O acaso es que Detroit era una ciudad destinada a cavar su propia tumba, a la fabricación masiva de esos automóviles que favorecerían la deserción de la población a los suburbios.
Tras las ventanas de los rascacielos abandonados de Detroit, una se imagina personajes semejantes a los grandes secundarios del cine americano de los 40. En blanco y negro, tocados con sombreros, en una actividad frenética, entrando y saliendo de despachos con puertas de cristal biselado, cerrando negocios, y sin dejar de fumar; fumando puros, fumando cigarrillos, fumando pipas… Hoy, los interiores de los rascacielos solitarios son espacios libres de humos, libres de toda vida.