Zzz, por Bruno Galindo

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Con el telón de fondo de una instalación/acción artística firmada por el estudio Sociedad 0 y patrocinada por IKEA que ha podido verse -y disfrutar- estos días atrás en la Casa Encendida de Madrid, donde un gran espacio del centro cultural contemporáneo madrileño se ha convertido literalmente en un enorme dormitorio, el periodista y escritor Bruno Galindo reflexiona sobre si no hemos entrado en un período vital en occidente donde nadie se quiere levantar de la cama. Desde la cama cada vez más gente parece hacer las actividades que antes exigían otros espacios: se come, se trabaja, se comunica uno, se ve cine, se alterna y, lo que es más raro, cada vez se duerme menos. “Quizá bajo la lógica de la embarazada que solo ve embarazadas a su alrededor, vengo un tiempo observando que mucha gente que preferiría no levantarse, empezando por mí mismo. Conspiran para ello un invierno que no se termina de ir, la lenta digestión de unos fastos navideños que no quedan tan lejos, el existencialismo cotidiano y, sorpresa, una tendencia que ya se conoce como bedworking: trabajar en la cama”, escribe el autor de El Público y Diarios de Corea.

La Casa Encendida, epicentro madrileño de la creación artística contemporánea —convengamos que tal cosa es un seísmo— proponía hasta hace unos días una llamada a la serenidad de la que aquí vamos a hablar un rato. Sépase de entrada que la idea no es inocente: patrocinaba la Gran Tienda de Muebles Sueca, la que hace unas temporadas provocó estupor al descubrirse que andaba despachando tartas con cierto contenido fecal pero también —vamos a ser justos— esa misma que le ha arreglado la vida o el salón a la maltrecha clase media occidental proveyendo muebles baratos de nombres extraños, como captchas vikingos.

Bueno: al lío. Una apetecible cama gigante, un siestódromo. Firmada por el estudio Sociedad 0, la acción —que paradójicamente invitaba a la inacción— llevaba el nombre de “La revolución de los espacios”, y constaba de la instalación, en el emblemático Patio de la Casa, de 40 estructuras de cama, 60 edredones nórdicos, 40 almohadas y 14 alfombras, todas ellas referencias del catálogo escandinavo. Que el montaje tuviera lugar en el centro habitual de conferencias no impedía la celebración de este tipo de eventos: la programación pudo seguirse desde la cama. Como nunca puede faltar una buena pantalla ante un buen colchón, ahí había una de buen tamaño. Para seguir las charlas del ciclo (programado por el Madrid Design Festival) bastaba con relajarse ante el rectángulo de luz, todo ello sin perder la horizontalidad.

 

 

Tema que es, por cierto, altamente contemporáneo, el de la horizontalidad. Y no me refiero a la averticalidad que está aprendiendo, más o menos a golpes, la sociedad en que vivimos. Me refiero a que tenemos unas ganas locas de estar en la cama.

Creo.

 

Y me explico. Quizá bajo la lógica de la embarazada que solo ve embarazadas a su alrededor, vengo un tiempo observando que mucha gente que preferiría no levantarse, empezando por mí mismo. Conspiran para ello un invierno que no se termina de ir, la lenta digestión de unos fastos navideños que no quedan tan lejos, el existencialismo cotidiano y, sorpresa, una tendencia que ya se conoce como bedworking: trabajar en la cama.

 

“La hiperconectividad móvil, los nuevos hábitos de trabajo y los últimos adelantos tecnológicos para el descanso dibujan un futuro, en parte presente, en el que no saldrás (si no quieres) de la cama”, valora en Arquitectural Digest la Directora de Relaciones y Proyectos Institucionales del IED Madrid, Marisa Santamaría. En su artículo “Así viven los bed-workers”, Santamaría habla de la exposición “Work, Body, Leisure”, propuesta holandesa para la reciente Bienal de Venecia de arquitectura, que en su análisis sobre nuestra forma de movernos —o de no hacerlo— determina nuestra relación con el mobiliario y los objetos que nos rodean recurriendo (por ejemplo) a la célebre acción pacifista de John Lennon y Yoko Ono, en su cama de la suite presidencial del Hilton Amsterdam allá por marzo del 1969; hace justo medio siglo.

 

 

Pero en realidad el encamamiento colectivo puede tener más que ver con un fenómeno postcapitalista. Al menos es como lo cuenta la arquitecta e historiadora Beatriz Colomina: “Con la industrialización se separó el lugar del trabajo –la fábrica o la oficina– del de la vivienda. Ese es el tipo de ciudad en la que vivimos todavía. Pero con la llegada de los móviles, la idea de un horario de 9 a 5 ya es cosa del pasado. Ahora estás disponible las 24 horas, vivimos en el 24/7”. Y aporta un dato alucinante: “El Wall Street Journal ha dicho que el 80 % de los jóvenes profesionales en Nueva York trabajan habitualmente desde la cama”. La cifra incluye a quienes llegan a casa y siguen trabajando tumbados, entiéndase. Pero igual impresiona.

Los buenos son los que se despiertan y no se molestan en levantarse. La especificidad del gremio de escritores (favorecido por una nueva generación de ordenadores portátiles ligeros y, obviamente, por conexiones FTTH, Móvil, ADSL y WiFi cada vez más eficientes) convierte a estos en seres perfectos desde el punto de vista bed-worker o simplemente —y mejor aún— bed people. Capote, Valle-Inclán, Bowles u Onetti —sobre todo este, cuya militancia horizontal, aseguró su viuda, se debía exclusivamente a la pereza—aportaron una valiosa experiencia en este campo.

 

Hoy por hoy, la esperanza está en Miguel Ángel Hernández Navarro, exitoso novelista de “El dolor de los demás” (Anagrama, 2018). En la búsqueda de google @mahn + siesta, el autor murciano cosecha hasta 13.700 resultados, magníficas reflexiones sobre un tópico sobre el que podríamos seguir hablando pero… sería demasiado cansado. La cama, al fin y al cabo —démosle el cierre de este artículo a Álvaro Matías, director del Madrid Design Festival— es “el lugar donde la creatividad nunca se queda dormida”.

Bruno Galindo

 

 

 

 

 



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