¿Precipitarse o esparcirse? Un dilema mortal, por Sebastián Escámez

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Mentimos cuando nos excusamos aduciendo que no tenemos tiempo. “Mentimos porque, si se piensa bien, lo único que tenemos es precisamente… tiempo. Somos tiempo. Sólo un cierto depósito de tiempo. Otra cosa es que lo administremos como nos parezca mejor y establezcamos prioridades y no queramos o no podamos dárselo a quien nos lo solicita”. Así se expresa el protagonista de “Inconsolable”, ese monólogo que escribió Javier Gomá tras la muerte de su padre inaugurando para sí una manera dramática de filosofar:

La de Gomá por boca de su personaje es una respuesta inteligente al lamento frecuente de que nos falta tiempo: sea tiempo para hacer ejercicio, para nuestras aficiones, ver a los amigos, leer, amar e incluso dormir. En gran medida, afrontar la cuestión pasa por saber organizarse y saber renunciar. Sin embargo, poner en práctica este sencillo programa no es cosa fácil. El desarrollo de las tecnologías de la comunicación conlleva una fuerte exigencia realizar más actividades en el mismo lapso.

De entrada, la tecnología es fantástica. Nos permite ser más eficaces y más ricos. Podemos hacer las cosas más rápidamente y, por lo general, tenemos también más cosas que antes e incluso más relaciones. Sin embargo, estos avances han promovido unas expectativas generalizadas de inmediatez y ubicuidad que superan las capacidades del común de los mortales. Hoy los canódromos son mayormente edificios abandonados o reconvertidos en otra cosa. En su lugar, las liebres son los megas de velocidad de internet o los kilómetros hora de los AVE y los galgos, nosotros. Por otra parte, gestionar todas nuestras cosas (comprarlas aprovechando las ofertas, mantenerlas, revenderlas a buen precio) exige tiempo. También lleva tiempo cuidar de nuestra red de relaciones ampliada: si no que se lo digan a esos padres que no logran llevar a sus hijos a todas las fiestas de cumpleaños a las que son invitados. Y no solo es cuestión de tiempo. Está el coste moral de la culpabilidad por no cuidar y disfrutar de nuestras posesiones y amistades. Y el coste también de no atender los múltiples compromisos (con los demás y con nosotros mismos) que se derivan de la multiplicación de escenarios vitales, normas, y valores, además de la premura por expandirse.

Te llames María o Alemania, da igual lo bien que lo hicieras el año pasado: si no logras crecer algo más, probablemente serás penalizada y, desde luego, te sentirás frustrada. Y no basta con que crezcas en una sola dirección. Son múltiples los ámbitos en que debes conseguirlo, mientras las exigencias dentro de tales ámbitos, asociadas a normas y valores cambiantes, se acumulan más que sucederse. Todo esto lo explica mejor que nadie Hartmut Rosa, el sociólogo de la aceleración por excelencia, en Alienación y aceleración: Hacia una teoría crítica de la temporalidad en la modernidad tardía (Katz editores, 2016). También más brevemente aquí o, mejor y practicando inglés de camino (¡así aprovechas el rato!), en este vídeo.

Paradójicamente, la falta de tiempo parece provenir de nuestra opulencia. El progreso ha expandido el mundo para ofrecerlo contraído a nuestras manos, pero, por momentos, tenemos dificultades para agarrarlo. Al fin y al cabo, sólo 3,3 millones de años separan el hacha de piedra del smartphone. Claro, que no todos nos adaptamos igual. Ya pasaba incluso en la era del reloj: a unos les apretaba en la muñeca más que a otros. Ahora, entre las generaciones más jóvenes y no solo en Europa, hallamos demandas de trabajar menos horas para poder dedicarnos a la “vida personal”, esa parte no profesional de la existencia que ha visto propulsado su reconocimiento social al recaer también sobre los varones la responsabilidad de los cuidados domésticos. Así, se están generalizando las reducciones de la semana laboral para quienes necesitan cuidar de sus hijos o sus padres y, claro, cuentan con tipos de trabajo y sueldos que se lo permiten. En este sentido, las bajas retribuciones españolas no propician experimentar los cada vez más frecuentes contratos de 30 horas semanales como un regalo de la civilización.

No obstante, por más que lleguemos a trabajar algo menos sin quebranto, como comentaba más arriba, no es solo el empleo lo que nos quita tiempo. Es más, somos muchos los que anhelamos poder dedicarnos más a nuestro trabajo de verdad, en lugar de a esa ingente cantidad de tareas insustanciales derivadas de la incesante actividad expansiva del entorno: actualizaciones de datos y sistemas, renovación de autorizaciones (con nuevas exigencias o modos de justificarlas); simulacros de formación, planificación o control de calidad; complejos y cambiantes protocolos para hacer lo mismo de siempre… Todo esto por no hablar del gran agujero negro que representa revisar y contestar emails. En mayor o menor medida, incluso como consumidores o administrados, nadie se libra de estas faenas que nos suscitan una melancolía propia de Sísifo viendo rodar su roca monte abajo. Y no nos engañemos. Cada uno se buscará la vida para lidiar con esto, pero estamos ante una dinámica que solo de manera colectiva puede ser afrontada. Y no hace falta ser ningún revolucionario para aceptarlo, esto se proclama hasta en el Financial Times.

“Conducir nuestro coche parece un acto banal, pero el tránsito de 1.200 millones de vehículos ya es otra cosa”. Las acciones individuales tienen una dimensión sistémica que permiten entender que la actividad humana haya dado lugar a una nueva era geológica, el Antropoceno, a cuyas complejidades dedica Manuel Arias su último y estupendo libro: Antropoceno. La política en la era humana (Taurus, 2018). También esta dimensión sistémica es aplicable a cada uno de los correos y requerimientos diversos de los que antes hablábamos. Contestar un mensaje o cumplimentar un trámite es un acto banal. Dedicar horas a hacerlo socava el sentido de la vida; quien lo dude es que no recuerda la última gestión con el servicio de atención al cliente de su compañía telefónica. Por eso, incluso aquellos que se sienten tonificados ante la perspectiva de su biografía como una carrera (profesional, pongamos), celebrarían un impulso colectivo por desbrozar el camino de ventanas emergentes.

Cada época nos ofrece una solución para nuestros males. La oferta de las culturas metafísicas era un lugar seguro y estable en el más allá.  La era moderna —desde Condorcet a Steve Jobs, pasando por Karl Marx—nos promete, en un más acá venidero, la redención por el progreso: científico, tecnológico, económico, organizativo… La insatisfacción con el mundo se plantea como efímera, pues la revolución está en marcha. Ayer se trataba de apresurarnos hacia la sociedad sin clases, hoy de superar la enfermedad y la vejez editando el genoma humano. Siendo así, ¡cómo no correr en brazos del futuro! El problema es que somos mucha gente corriendo, muchas las direcciones y todos a la vez reclamando atención. En esta situación, que el 5G disminuya el tiempo de respuesta solo va a facilitar a mucha gente que se olvide de las preguntas: la caída en desgracia de la filosofía en los institutos vendría a ser la expresión institucional de esto. Es más, yendo tan rápido, ¿somos capaces de escuchar lo que el mundo tiene que decirnos? La respuesta de Hartmut Rosa es que no y que en esto consiste la mayor privación derivada de la frenética movilización moderna. Cuando navegamos por la vida superando nuestros límites psíquicos (¿y espirituales?) de velocidad, el mundo deja de resonarnos. Entonces, vivir se reduce a pilotar nuestro avatar por la cinta continua de las horas. Las personas y las cosas se tornan personajes de un juego que consiste en competir urbi et orbe por cumplir cuanto antes con las actualizaciones y los plazos de entrega, un juego en el que pierdes al quedarte parado. Para seguir jugando, debemos tener la esperanza de que es cuestión de zancadas llegar allí donde el mundo nos diga algo. Si no a nosotros, por lo menos sí a alguien en quien nos proyectemos.

Ahora bien, las burbujas estallan. Ocurre con las financieras, cuando se torna crítica la distancia de las escaladas especulativas con respecto a la econo ía real. Y también ocurre cuando se vuelve insostenible la ausencia de lo importante en nuestra vida, desplazado por un sinnúmero de supuestas urgencias. Esto a veces cursa con dolor, desde la persistente febrícula al burn-out. También, a veces, lo desencadena el parpadeo de gameover en la pantalla: es clásico que el presente se revaloriza al asomarse la muerte. Y mejor que no sea la propia o la próxima. Por eso no está de más reflexionar sobre nuestra condición mortal, como nos hemos propuesto en La Térmica, comenzando con Javier Gomá no hace mucho. Aunque de poco servirá si no indagamos igualmente sobre nuestra condición natal.

Sin una cierta noción de lo que es el presente, cultivar el carpe diem puede reducirse a una indulgente acumulación de lujos para cuando falten; consumir más y a mayor velocidad, incluso, como advierte Luciano Concheiro. Del mismo modo, practicar mindfulness puede resultar muy turbador para quien conciba el presente como un punto en el tiempo. Turbador, porque la experiencia del presente, con suerte, será extática, pero raramente estática, debido a lo cual quizás no llegue a reconocerse el aquí y ahora que con tanto afán se procura. Según lo explica Peter Sloterdijk (Eurotaoísmo, Seix Barral, 2001): “en realidad, el presente no pertenece al tiempo. Bien entendido, es una especie de movimiento o de drama”. Un movimiento de encuentro con lo que nos circunda, un venir al mundo (natalidad) sin final. La presencia comprende “un movimiento doble”: por un lado, “abrir el mundo como el que llega de fuera”; por otro, “mantenerse externo a él, en zona de llegada”.

Aunque sean los poetas o los artistas quienes la civilicen para nosotros, a nadie es ajena la experiencia de que la realidad (en la forma de lámina de agua, de luz que se posa, de ser vivo o amado… ) vibra conteniendo todas las posibilidades. Quien más quien menos se ha adentrado alguna vez en la infinitud de un instante y se ha sentido con ello pleno por el mero hecho de estar vivo. Alguna vez, todos hemos gozado de la inmensa riqueza que se nos ofrece cuando renunciamos a apropiarnos del mundo, a la que se refería Ángel Vidal en su charla sobre la meditación. Es verdad que solo de ese tesoro no podemos (ni queremos) vivir: alguien tendrá que sembrar la próxima cosecha, inventar la próxima vacuna, confrontar la siguiente injusticia; habrá que ayudarle y habrá que agradecérselo. Sin embargo, lo que puede ofrecernos el presente es tanto y por lo común tan poco explorado que, al menos por estos lares, debiera invitarnos a cuestionar el sentido temporal de lo utópico. Como plantea Sloterdijk, asociamos la utopía a lo mejor por venir, cuando debiéramos darnos la oportunidad de vincularla “a lo empezado que todavía es y se ilumina a sí mismo”. Pensamos en la utopía como un foco que se pierde hacia delante, solo a los místicos se les ocurre concebirla como luz que se esparce. Si es verdad que somos tiempo, quizás estemos empeñando el nuestro en exceso en el tejado del futuro, como las sociedades tradicionales lo adeudaban al pasado. Lo que podría depararnos atraer más la atención al presente está por descubrir.



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