INGRATITUD, por Josele Sangüesa

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Y te daré las llaves del reino de los cielos (Mateo, 16:19)

Narrar, decía mi padre, es como jugar al póker. Todo el secreto consiste en parecer mentiroso cuando se está diciendo la verdad (Ricardo Piglia)

Al saber de tu último libro, leí contratiempo y pensé en desconcierto. El desconcierto en boca de Michi, aquella vieja anécdota que tú conocerás. Después de tantos años, el del medio de los Panero andaba loco por que alguien filmara una secuela de El Desencanto. Así que le insistía a Jaime Chávarri, que no estaba del todo por la labor. Entonces apareció en escena Ricardo Franco para ofrecerse. Él filmaría esa segunda parte de la historia. Contactó con Michi y Michi, la mar de contento, se puso a brindar con el mundo. Y aunque es fama que nunca ponía objeciones a una copa, sí puso una condición a la oferta de Franco. Había que mantener el título que él había ideado: El Desconcierto. Pero Franco no acababa de verlo, Michi se puso estupendísimo y le colgó el teléfono. Luego acabó aceptando, claro. Pues como dice el retrato que prefiero de Panero II: “Por más que quiso ser malo, es que ni eso le salía bien”. Por su parte Chávarri, supongo que viéndose librado de la pesadilla que le hubiera supuesto volver a trabajar para Los Tres Temores – Leopoldo María, Juan Luis, Michi – le dijo a Franco: “Son todo tuyos”. Y el resto ya es leyenda para el culto.

No sé por qué me ha dado por pensar en eso. Quizás porque tu título tiene algo de parodia, igual que el de Panero. Mac y su contratiempo. A mí también me gustan los títulos bufos. Equinoccio & Equívoco, Maribel más o menos, Deletréame bobo. Espasmo en Alicante, Quizás misericordia, Ensayo del error. Pero nada de eso importa demasiado. Después de tantos años, he sabido de tu nueva novela y de su título. Y otra vez la verdad, exprimiéndonos en su zumo más amargo, ha vuelto de no haberse ido nunca. Pues para bien y mal, tu extraño contratiempo he sido yo. Y tú mi contratiempo.

Un día de Sant Jordi en mitad de los 90. Virgin Megastore, Passeig de Gràcia con Gran Via. Tú firmabas allí con la troupe de Anagrama. Yo solía distraer el tiempo a pocos bloques de distancia, en los jardines de la Universidad Central, y había leído un par de libros tuyos. Puedo imaginarme tumbado en la hierba y silbando a las nubes. La imagen que conservo de mí en aquellos tiempos es la de alguien que no tiene nada especial que hacer, y al que solo le falta decidir cómo hacerlo. Así que es comprensible que, en esa tesitura horizontal, estuviera cultivando el hastío que precede a las grandes empresas y los grandes desastres. Pues sin motivo alguno, me vino a la cabeza un cuento tuyo, supongo que incluido en Suicidios Ejemplares o Hijos sin Hijos. No me dejes mentir. Su protagonista tenía uno de esos nombres tan caros a tu estilo, Pericles Cúrcuma o Boris Espejo, así por decir algo. La cosa es que, en tu cuento, este tipo estaba leyendo una monumental biografía de William Shakespeare y reparó en un detalle sin importancia aparente. Lo detectó. Una tarde cualquiera Shakespeare estaba en su casa y llamaron a la puerta. Tu texto sugiere la figura de algo interrumpido, de una intromisión. A fin de cuentas, y más allá de sus múltiples leyendas, cabe imaginar a Shakespeare como un hombre volcado a unas Obras Completas. Con todo, decidió abrir. Es excusable imaginar crujidos de madera en cada paso, una leve blasfemia en inglés del XVII. El murmullo del viento en la intemperie haciéndose estrépito en la desembocadura de la casa en que se abre una puerta. Tras ella, Shakespeare encontró a un vendedor de Biblias. Sin más incidencia, le compró una y volvió a sus cosas.

Después de leer dicho pasaje, el lector de la biografía -el lector que escribiste- y al que eventualmente llamaremos Pericles, se vio poseído por un plan. Poner en marcha una rigurosa investigación que confirmara lo que apenas había comenzado a vislumbrar. Que era lo siguiente: aquello que distingue a los grandes escritores del resto, y les hace merecer el acceso al selecto grupo de los escogidos por la posteridad y el canon -aquello que se tiene o no se tiene, vamos- está determinado por ese simple azar: haber recibido alguna vez la visita de un vendedor de Biblias. Según Pericles esa habría de ser la condición sine quanon para convertirse en un grande. Alguien como Dante, Kafka, Borges, Joyce, en cuyas biografías se zambulló de inmediato desbocando sus pesquisas hasta dar con el dichoso vendedor de Biblias, ese extraño aparecido. Y encontrándolo, claro, en la más noble tradición de la profecía autocumplida. Poco más o menos, ahí tú ponías fin a tu cuento y, sin más incidencias, digo yo que Pericles volvería a sus cosas.

BigMac & Sus Contrahechos cantan Ingratitud
Lucilla Pichibülle
Técnica Photo sobre Shop
Museo McDonald’s Dos Hermanas

 

Lo que pasó después fue una lógica precipitación de los acontecimientos. Fui a casa de mis padres y cogí una pequeñísima Biblia de bolsillo, diría que un Antiguo Testamento. Supongo que ocupaba un lugar en mi humilde biblioteca en calidad de lectura obligatoria para la Primera Comunión. Sea como fuere, cualquier detalle relativo a ese objeto diminuto remite necesariamente a la infancia: un forro de aironfix, mi nombre escrito en caligrafía renqueante, ese temblor heroico que solo se alcanza a base de ir sacando la lengua hacia arriba en señal de total concentración y empeño, de tenaz entrega a una noble causa: hacer del propio nombre algo mínimamente comprensible. Pero en esos precisos instantes ya eran otros tiempos y yo andaba con prisa todo el rato. Así que no tenía demasiado tiempo para ir perdiéndolo en minucias de la infancia. Resumiendo, mi madre dijo hola y le dije adiós. Las entradas y salidas de la casa familiar eran tan esporádicas como las explicaciones, y aunque no lo quisiera, uno siempre era Atila repostando en boxes con la quinta puesta. Cuestión, que ya tenía lo que había ido a buscar, pero eran las siete y veinte y, según los diarios, tú estarías firmando hasta las ocho. Así que cogí el metro a toda prisa y llegué por los pelos al lugar de los hechos. Recuerdo que allí había una mesa muy larga y no mucha gente. O sea vosotros. O sea que nadie. En un ambiente de distendida camaradería, hablabais los unos con los otros como entreteniendo la vigilia de nada. Con una clara conciencia de que los best sellers son algo que pertenece a otro horario y a otro lugar. De que así son las cosas y, por tanto, así deben ser. Entonces fui hacia ti y te armé caballero.

– ¿Tú eres Enrique Vila-Matas? Vengo a venderte una Biblia.

Todos en la mesa se pusieron a reír. Jorge Herralde, Martínez de Pisón, diría que Sergi Pàmies estaba ahí también. Considerando lo improbable de que cada uno de ellos recordara tu cuento en ese mismo instante, cualquiera hubiera concluido que la escena daba risa. Y que todos rieron, menos tú. Paralizado por los nervios, esbozaste un amago de fuga deslizando la espalda silla abajo, como un niño que se esconde en el cuello de un jersey. Y eras todo tú caparazón. La entrega del guante & el hombre menguante, si me permites volver a los títulos bufos. Aunque, lejos del error o la parodia, la escena evidenciaba una sincronía ritual con tu relato. Entre otras cosas, porque mi presencia ahí era definitivamente una intromisión. Luego, la secuencia –que en total duraría no más de un minuto– se trabó en un panenkazo francamente agónico. Una fase crítica de expectación congelada que tus colegas contemplaban como un combate de sumo entre estatuas vivientes. En fin, ni tú, ni yo. Hasta que finalmente, cogiste el mando de la situación para recuperar la compostura esbozando una sonrisa. Una de esas sonrisas tan tuyas que son una oda a la difuminación. Y ya entonces, frente a mi Antiguo Testamento en miniatura, armado de valor o de decencia, acertaste a decir:

– Pero es que yo ya tengo una Biblia.

Vaya. Me ponías las cosas bastante cuesta arriba camino a Barrio Sésamo. Pues la verdad es que yo estaba preparado para todo menos para esa respuesta. O sea que Vila-Matas ya tenía una Biblia. Y qué tenía yo. Pues unos veinte años. Lejos de cualquier desvío a lo elegíaco, quiero decir que, bueno, como la mayoría de los jóvenes, yo atesoraba una estupidez soberana y legítima. Poderosa. Así que, investido de una gran autoridad, contesté:

– Tú has empezado el juego. Así que síguelo.

Nuestro público recibía cada nueva intervención como lluvia en el desierto. Y en brazos de ese entusiasmo, encaramos la recta final:

– ¿Cuánto quieres por esto?

– No sé, como tú veas.

Y entonces me diste quinientas pesetas. De la época, que se suele decir. No sé bien si con el desplante torero del quitachaval o la súplica agónica por alguna salida de emergencia posible. Y luego ya me fui.

A primera vista, cualquier explicación a mi bizarro acto había que abordarla desde la ligereza. Resumiendo: yo quería que tú contaras esa historia. Nuestra historia. Quien te haya leído sabrá que eres un tipo al que le pasan cosas. Grandes o pequeñas, pero cosas. Por ejemplo, caminas por Passeig de Sant Joan y de pronto te cruzas con tipo que pasea por Praça Rossio. O en la barra de un bar, un vampiro de Orense te alerta de los graves peligros del calentamiento global mientras le hinca el diente a una morcilla, para luego añadir: amigo, ¡nuestros ríos se secan!

Así las cosas, el motivo primero dil mio arrebato era simplemente darte algo que contar. Ahí lo tienes, báilalo. Desde el prisma académico, ese tipo de asuntos suelen abordarse con expresiones bastante más altísonas: ser materia literaria, por ejemplo. Para el caso es lo mismo. Aunque quizás sea más gráfico explicarlo con aquella célebre cita de Gil de Biedma -“Yo creía que quería ser poeta, pero en el fondo quería ser poema”-, muy en boga entre los chicos de la facultad por esos años. A ver, tampoco nos pongamos estupendos. Usado por chavales de unos veinte años, ese tipo de frases no eran más que una excusa para mirar fijamente unas tetas de cara, o que nos acabaran fiando en el bar. Hábiles trileros de la pose existencial, ensayábamos variantes de la angustia como una filigrana del autoregate. Por tanto, si en los días de Kurt Cobain había sido impuesto instalar la lluvia de Seattle en todos los espíritus sensibles del mundo, nosotros tuneábamos ese decreto desde la picaresca transmediterránea. Y a cada instante, podíamos fingir que moríamos un poco por robarle a quien fuera un pedazo de vida.

Por todo eso, como tú comprenderás, mi proposición era bastante más modesta que la de Gil de Biedma, y vendría a resumirse en esta frase: mi laberinto se llama pereza. Y si nadie me saca, pues aquí me quedo. A ver cómo lo explico. El bardo magnífico de la calva patricia había llegado a su triste conclusión después de un largo viaje, el trayecto que va desde la decisión sumaria de dedicar su vida a ser poeta hasta el dictamen fatal de que nasti, de que no iba exactamente por ahí la cosa. Precisamente por eso, yo quería evitarme a toda costa cualquier posibilidad de derrota, e ingresar en la historia de la literatura sin bajar del autobús, como suele decirse. Siendo una estrella de tu photocall, por ejemplo. Como mucho, y haciendo un exceso, legar a la memoria colectiva un verso del tipo Perdonen que no me levante. Luego me enteré de que era el epitafio de Groucho Marx. Luego, de que no. Pero nada de eso podía echarme atrás. Pues hablo de esa suerte de triunfo a cualquier costa. Sí. Hablo de esa suerte de misión.

Resumiendo, que yo quería ver esa historia escrita por ti. Un cuento, a poder ser. Aunque una novela tampoco hubiera estado mal (acordarás conmigo que ese minuto a los dos nos pareció una pura eternidad). En fin, como mínimo –y muy como mínimo- un artículo me hubiera conformado. Pero un artículo con cierto lustre. Que ganara un premio, o generara una cierta polémica, un algo. Ah, y rapidito, claro. Para una comprensión más precisa del deseo, quizás sea oportuna su exposición en bruto. La potencia primate de una imagen inaugural. En realidad, todo lo que quería era un avión volando con un mensaje escrito en un cartel. Ese modesto ensueño de la ubicuidad y la propaganda. Un mensaje del tipo “Vila-Matas entra en el Canon Sangüesa”, “Lo molas todo, pavo”, o, en fin, el más notarial pero no menos útil “Recibido, gracias”. Cualquiera que se pare a analizar la imagen reparará en el carácter resueltamente ambicioso de mi pereza. Determinada a asumir la gloria con los pies en el suelo, y apenas a un leve movimiento de cuello. Pero, en fin, nada de eso ocurrió. Ni novela, ni libro, ni artículo. Tampoco avión alguno que me hablara de ti. Así que me volví a meter en mis asuntos. Grabé un par de discos, fui de mudanza en mudanza, di clases de español para extranjeros. Podría decirse que te perdí la pista. Aunque en realidad todo lo que hice es lo que he hecho siempre: observarte de lejos. Cultivar nuestra mutua distancia. Tutelarla.

Superado mi enojo adolescente por tu total ausencia de respuesta, con el paso del tiempo se me fue revelando algo mucho más serio, incomprensible y pánico: mi hechizo había obrado efecto sobre ti. Tras la venta de mi Biblia, y en una progresión de cálculo perfecto, tú empezaste a subir como la espuma. Ganaste el Premio Rómulo Gallegos, el Medicis, el Formentor. Te hicieron Caballero de la Legión de Honor, y perdón por la rima. Te recomendaba Guardiola, te recomendaba Almodóvar, y perdón por la rima. Te recomendaba todo dios. Paralelo a tu auge, il mio escalofrío. Paulatino, tenaz, irremisible. Mostrándome con tiento los pasos de la danza en sus tentáculos. Inmediación, asedio, asentamiento, feudo. Susurrando a mi oído su sentencia fatal: ten, ahí lo tienes. Un terror llevadero.

Vamos a ver, no es que a mí me pareciera mal que a ti te fueran las cosas de fábula. ¿Cómo iba a parecerme bien, o mal, o regular, si aún no daba crédito a ese bodegón de lo paranormal? Mi estremecimiento era previo a mi parecer. Verás. Siempre he despreciado por principio toda mención a lo esotérico. Cada vez que eso sucede -en una charla, en un programa de televisión- tengo la sana costumbre de desaparecer. Lo cual no deja de ser un paradójico truco de magia, el súmmum del esoterismo. Así que podrás hacerte una idea del vívido estupor que me supuso tener que aceptar la existencia y los estragos de mi chiste iniciático. Por otra parte, entenderás que comprobar que tu propia magia funciona es una extraña forma de abandonar la juventud para optar a ingresar en la edad adulta. De modo que si, como dicen, la escritura puede ser un ritual de curación o catarsis, procuraré ceñir mi relato a lo estrictamente fáctico, evitando en la medida de lo posible cualquier tipo de especulación sobre misterios, oscuridades o ensalmos. Obrar de esta manera es el signo votivo de mi firme apuesta por la supervivencia. Otros lo llaman estilo.

En un arco temporal de veinte años, el hilo del relato comprende tres encuentros y una coda. El primero, poco después del llamémosle incidente, tuvo lugar en el bar del Bikini. Estaba allí Martínez de Pisón y, sin mediar preámbulo, me dijo: “Tú eres el de la Biblia. Enrique se acuerda mucho de ti”. Ya. Solo faltó que dijera te manda recuerdos. Pero no. “Es que Enrique es muy tímido”, añadió. Luego seguimos de tragos y plática y todo fantástico, desde aquí yo le mando saludos a él.

En el segundo encuentro, algo más sustancioso, tú ya eras más que alguien. Con el favor unánime de crítica y público, tenías las hechuras del hecho consumado. Una tarde, entre copas, crucé por delante de La Central de Mallorca y vi que presentabas nuevo libro. Como noble activista del free catering, rompí mis cadenas y en tu fiesta me colé. Recuerdo que acababan las intervenciones. Misses dites, que dicen. Así que arrambé con naturalidad champán en copa de plástico y frutos secos, y me dediqué a seguir tus evoluciones a una distancia prudencial. Entre otras cosas, porque bailar de lejos sí es bailar. Aunque hay quien no lo vea de la misma manera. Pues recuerdo también con total claridad que Marina Rossell te andaba abucharando con no sé qué mandanga. En cualquier caso, te tenía allí en un rincón, a muy pocos centímetros de su cara. Contra las cuerdas, y con el doble gancho de su miopía. Una vez librado de esa tosca intimación, me dirigí hacia donde estabas y hablamos en términos que he alcanzado a olvidar, pero que en cualquier caso podrían resumirse en sobran las presentaciones. ¿Era un gesto dadaísta?, me soltaste después a bocajarro. Si supe qué decir, la verdad es que tenía la boca ocupada en una croqueta de queso. Mas, en caso de ser de alguna relevancia para el hipotético lector, diré que a continuación un rápido cruce de miradas selló el mutuo acuerdo sobre el cómputo general de la coyuntura: la cosa se nos había ido totalmente de las manos. Y luego ya me fui por donde vine. Porque habría quedado o porque, tal vez, una aparición no sea más que una huida interceptada.

El tercer encuentro –al cual, si no es mucho pedir, me gustaría que la crítica futura se refiriera en los términos seminal, quintaesenciado y cristalizar– tuvo el desenfado de un ritornello fortuito. Dicho de otro modo, yo me había olvidado ya de ti. Supongo que tendría preocupaciones peores. Así que andaba algo desprevenido. Era bien entrada la medianoche y Via Laietana fulguraba, flamante y vacía. Contigo, nuevamente Martínez de Pisón y un tercero en concordia, no me dejes mentir. En cualquier caso, eran esas wee wee hours en que si no era Villoro pues sería Fresán. Oye, si me permites la confidencia, parecía que vinierais de una despedida de divorciados. Esa fugacidad consciente de un desenfreno penúltimo, esa euforia de prórroga. Si me la vuelves a permitir, empiezo a conocer ese sabor. Has salido al patio y lo que no hay es escuela. Aunque digo yo que esos momentos existen justamente para conjurar toda suerte de certeza agorera. Y recordarnos que la vida, al fin y al cabo, siempre será una fiesta en que nuestra presencia no ha sido confirmada. De modo que, al cruzarnos, todo transcurrió con una fluida familiaridad. Camaradería en Little Delirio. Para vosotros, yo aparecía como la encarnación cierta de un paraíso artificial, y así fui recibido -“Hombre, el que faltaba”- con el gozo sincero de esa conga ontológica que inventó Casavella. En un momento dado, sacaste de un bolsillo de tu gabardina una pequeña cámara desechable y me pediste que os hiciera una foto. Y ese fue nuestro último adiós.

– Gracias, nos has ayudado a encontrar un taxi.

En efecto, volviendo a demostrar mis extraños poderes sobre todo lo tuyo, un taxi se paró frente a vosotros y entrasteis en él de un modo totalmente literario. Es decir, como si lo hubierais cogido en Oranienburger Strase y le dijerais que os llevara, exactamente, al lugar donde estabais ahora.

 

 

La coda es más reciente. Yo colaboraba en un programa de Radio 3 y allí coincidí con Jordi Corominas. Siempre me llevaba a unos chinos infumables, pero estaba todo bien, porque acabábamos bebiendo en los bancos de Vila de Gràcia y echando unas risas un poco de todo. De vocación multifacético, Corominas oficiaba en esa época de perito en Vila-Matas con notable éxito. Diría que te presentó varias veces un libro, te hizo un par de entrevistas, en fin, esa noche temática. Así que un día le conté lo nuestro. Como no podía ser de otro modo, a su vez él a ti, tú a él de vuelta y volvemos a empezar. Finalmente, Corominas gestionó el subtotal de las idas y venidas confirmándome en un mail tu versión de la jugada. Tu otra mitad, después de tantos años. Decías: «Me acuerdo muy bien del bromista de la Biblia porque me lo creí (yo era más ingenuo que ahora y pensé que era un fanático católico cabreado por La vendedora de biblias)”.

O sea que un fanático católico. Pues vaya. Bonita manera de pasar a la Historia. Con lo mal que llevo las dobles esdrújulas. Para empezar por el principio, quiero que tú sepas que lo que yo sentí –y fue creciendo en mí- era un pavor real, así como el de El Puma. Y bien justificado. Pues, si mi hechizo había obrado efecto en ti, y tú habías alcanzado un lugar de privilegio en el Olimpo literario, ¿por qué el hechizo inverso no iba a hacerlo también? ¿Un fanático católico? Yo no soy eso, me repetía hasta la saciedad. Pero claro, lo que uno pueda creer de sí mismo nunca ha de ser garantía de nada. Espero que concuerdes conmigo por lo menos en esto. Pues supongo que a ti, como a todo gran artista, te asaltarán también las dudas al respecto. ¿Realmente lo soy? Y es posible que en esa incertidumbre esté tu propio estímulo. Para seguir adelante, entiéndeme. En cambio, mi duda heredada de ti tenía bien poco de estimulante.

 

 

Y aunque de sobras sé que todo horror es con causa, y que de nada sirve, intenté consolarme buscando alguna explicación a tus palabras. A ver, ¿pero cómo que un…? Mi aspecto a principios de los 90 era a todas luces el de un grunge yeyé pasado por la factoría de Kevin Smith. Así que, ¿cuál podía ser el motivo de ese posicionamiento persecuta tuyo? Quizás que un 14 de febrero, el otro día de los enamorados, Salman Rushdie había sido objeto de una fatwa que le persigue aún. Y sí, ese podía ser el porqué de tus cosas. Y no. No obró consuelo en mí.

Ya ves, en eso habíamos quedado el uno para el otro. El contrahechizo & el contrahecho. El enésimo título paródico. No encontrando razón en la razón, empecé a practicar mis exorcismos laicos de la triple esdrújula, tal como se ve. Rudimentarias y humildes cautelas frente a la asechanza de tu veredicto. Fanático católico. Ya te hablé de mi congénito pánico a la doble esdrújula, y rebasar tu envite a esdrújula triple supuso para mí un primer auxilio tan inopinado como útil. Un manual improvisado de superación, por así decirlo. Igual que esas pequeñas disciplinas que se autoimponen los convictos, siempre habitando el abismo que separa la convicción y la celda. Así las cosas, y no habiéndome valido para nada tu invitación a la lógica, esas supersticiones de fabricación casera fueron, para decirlo a la manera pop, mi kriptonita antitú. Aunque te cueste verlo, era mi legítima & álgida cólera frente a tu pérfido ángulo exégeta por el áspero & católico trágala de nuestro cínico círculo crónico. Y así iba yo tirando más o menos.

¿Sabes? A veces reconozco tu puñal en las señales. Incluso aún ahora, en este mismo texto. A ver, habrá quien lea este Sermón de José en su Carta a los Lectores como un ejercicio espurio de propaganda gratuita. Y eso sería algo tan lógico como excusable. En cambio, no lo es tanto que, mientras lo escribo, un autobús de fanáticos católicos haya llegado a Barcelona con el lema Hazte Oír. Qué mejor slogan de la vindicación. Qué más muñeca rusa. A veces pienso, mira, la terca tiranía de la casualidad. Y otras pienso, mira, el autobús. El avión que tú no. En cualquier caso, y aunque no lo creas, mi radical laicismo sí me hace constatar la doble vía de la invasión sutil.

 

Cita de niños sobre ruedas
Felipe Cristanval
Técnica Entre dos fajas estás
Jumpin’ Popcorn Museum Savanna La Mar

 

Luego pasaron días. Y como suele suceder, solo encontré el antídoto en el veneno mismo. Estaba yo en la casa de una amiga y vi ese libro tuyo, Aire de Dylan, recién salido entonces. Ella me dijo: tienes que leerlo. Y contesté: Vila-Matas no tiene nada que contarme sobre Dylan. Te ruego me disculpes. Esto último te lo digo a ti, no a ella. Pero, como nadie nos ha presentado, debes saber que yo en Bob estoy bastante puesto. Por eso recordé aquella anécdota de su conversión al cristianismo. No sé si hablas en tu libro de eso. Bueno, en cualquier caso, Dylan explicaba su giro espiritual de un modo francamente divertido. “Cuando yo empecé a cantar todos me decían: tú eres el profeta. Y yo les contestaba: “No soy el profeta”, mas no me creían. Ahora que soy cristiano, les digo: “Jesucristo es el profeta”, y tampoco me creen. Desde ese raro bucle Tangled Up in No empecé a esbozar mi propia explicación de su jugada. El único modo que tuvo Dylan de quitarse de encima el sambenito de profeta – de Dios, incluso- fue señalar al profeta canónico. A los oldies goldies, vamos. Yo solo soy un hombre, a otro judío con esa cruz. Tan anticostalero Bob, entiéndeme.

Y mira tú por dónde, ahí creí yo ver tu guiño sutil. Tu okei. Porque estaba perdido y seguí a tu aire. El de Dylan. Pero al revés. Ahora te lo explico. El atolladero intrínseco en que me encontraba estaba pidiendo salida a lo grande. Así que me bastó con querer entender algo nuevo en tus señales: si no quieres ser un fanático católico, sé dios. El creador. El mío, por lo menos. Gepetto, entiéndeme. (Pinocchio). No me hagas mentir. Fíjate si estaría yo mal que interpreté en la ráfaga de ese pájaro íntimo un indicio suficiente de tu conformidad. En la pájara de ese ácaro ínfimo. La cábala de ese órdago mínimo. Luego murió Chuck Berry y todo lo decía: Johny, be god. Eran signos torpes pero eran bastantes.

Vamos a ver Enrique, ¿cómo puedo decirte…? Yo sé muy pocas cosas. La fiesta en paz, primero. Aquí fatwa ninguna y recuerdos a todos. Lo único que quiero es que seas feliz. Que no hagas daño a nadie y, sobre todo, que nadie te lo haga. Que te cubras por la noche cuando llueve. Ese tipo de atenciones distantes. Con eso a mí me vale. En otro orden de cosas, yo no sé lo que es literatura. Ni sé tampoco bien cómo irás tú con eso. Solo sé que todo es absurdo y cierto. Tu vida es un globo que se me escapó y, ¿qué más puedo decirte? Tú sé fuerte en la gloria.

Más limpio ya de todo, hoy regreso a los textos sagrados. Alguien me deja el libro que contiene tu relato La vendedora de Biblias. No volvía a leerlo desde entonces. Al hacerlo, encuentro allí la medida del fraude en mi misma persona. Pues descubro que el recuerdo que tenía de ese cuento –la versión con que aquí ha sido transcrito, con la que he relatado tu ceremonia de coronación a quien quiso escucharme durante veinte años- se parece muy poco a tu original. Tan poco como uno a otro simulacro. Por ejemplo, en tu texto no aparece Shakespeare por ninguna parte, así para empezar. Ni blasfemias en inglés del XVII, ni rumor del viento en ninguna intemperie. Con un concepto tan alto de mi convicción y de mi celda, un descubrimiento de ese calibre me hace incluso dudar de que ni tú ni yo hayamos existido. Juntos hasta el final, como suele decirse. En lo bueno y lo malo. En el ensayo, en el error. Ya luego, poco a poco, me voy tranquilizando. Viéndolo todo en su justa medida. Y cada nuevo indicio minimiza la dimensión del desliz. Sin ir más lejos, el título del libro, Recuerdos inventados, pues mira tú qué bien. Aunque pudiera fallar la memoria, ya todo estaba escrito y bien escrito. Así que, frente al fantasma de la mixtificación, voy observando que las diferencias son meramente externas, formales y aparentes. Que son la secreta constancia del vínculo en la confabulación. Por lo que respecta a nuestro breve encuentro, nada cambia las cosas, claro. Eso es ley. Lo que tú y yo sabemos. De hecho, si ambos tenemos alguna certidumbre de haber existido es precisamente por el antiguo trance. Por nuestro contratiempo.

Pero hay algo más. Siempre hay algo más. En realidad tú sí habías escrito sobre aquello. Solo pasado el tiempo me ha sido concedido alcanzar a saberlo. Una mención tan pírrica que habría de caérseme la cara de vergüenza. Dos líneas en un prólogo*. O dos líneas y media, para ser más exactos. “Y el relato La vendedora de biblias provocó un incidente callejero con un susceptible vendedor de biblias que se sintió aludido. Fue la primera vez que tuve la sensación de que era leído por más gente de la que pensaba”. No sé de qué manera va a encarar la crítica futura una afirmación de tal calibre. Mas veo en esos términos destellos de cosas a todas luces illuminati. Así que fue la primera vez que tuviste la sensación de que eras leído por más gente de la que pensabas. Pues vaya. “La sensación” (EVM). Del momento, claro. O sea, ¿tú ya lo supiste desde entonces? ¿Fuiste consciente de que el hechizo estaba comenzando a funcionar? A ver. Enrique No me cambies de tema ni mires a otro lado. Ni me vengas con citas. Que tú ya te lo oliste de buen principio. Y me pusiste un piso en la mitad de un prólogo. Vayaustéasaber de qué edición.

* (El descomunal laberinto de nuestro suceso es una máquina de sorpresas constantes. Tu insuficiente alusión a mi persona como lector de La vendedora de Biblias aparece en el prólogo de Recuerdos Inventados, la antología en que dicho relato es publicado en libro por primera vez. Antes, solo había aparecido en la Revista Biblioteca de México. Cómo habría podido yo a acceder a esa primera versión es algo que se me escapa por completo. Lego a investigadores futuros este movedizo solar de sombras).

Bueno, vamos a ver. Que yo viva ya en el post dolor no quita que no sea conveniente poner todas las cartas encima de la mesa. Primero: haberte inventado la literatura portátil, ¿te daba derecho a declararte hijo de un dios menor? Segundo: ¿Dos líneas y media en un prólogo? ¿Nos has dado suerte en encontrar un taxi? ¿Un gesto dadaísta? Eso son cuestiones que están sobre la mesa y los especialistas – tanto en ti como en mí – habrán de abordar, con esmero y rigor, a su debido tiempo. Pero ahora estamos solos, Enrique, frente a frente. O sea, entiéndeme, ¿como qué quedo yo? ¿Como un Jimmy Jump de la literatura? ¿Como un amuleto de un solo uso? Ven, mira fijamente esta medalla. (Enrique). Sigue con los ojos su oscilación de péndulo. Así, muy bien. Ahora, repite muy despacio las palabras cruzadas. Mentor. Mención. Mentor. Mención. Mentor. Y no te dejes mentir, Enrique, no te dejes mentir. ¿Pero es que aún no lo ves? LA CREACIÓN, HOMBRE, LA CREACIÓN. TE HABLO DEL MISTERIO DE LA CREACIÓN. Claro que tanto tú como cualquiera con dos dedos de frente podréis argüir con toda justicia, ¿qué importancia tiene un caprichoso encantamiento frente a factores tan incontestables como son el trabajo, el talento, la dedicada entrega a una vocación? Pues claro, Enrique, pues claro. La ética del legítimo mérito. Pero, si he de ser fiel a tu condena, permite que te diga: ¿y qué es todo eso, a fin de cuentas? Meros rudimentos del protestantismo.

 

And the Nobel Prize is awarded to…
Jackie Chumpchange Jr
Técnica Karate on the run
Le Bon Museum Oslo

 

Más allá de la variedad de tonos que atraviesa estas líneas, yo estoy ya mejor. De lo mío. De natural discreto, en realidad es la pereza lo que me incapacita para la perversa urdimbre de la venganza. Además, ¿qué se supone que debía haber hecho? ¿Meterme en tesituras ultrachungas? ¿Escenitas de El Mundo Today? (“Una discusión sobre Dostoievski enfrenta a dos bandas de Latin Kings. Algunos cuestionaron la influencia del escritor en Nietzsche”) ¿Jugar a las justitas literarias como Bolaño con Echevarría por las playas de Blanes? No hombre no. No estoy para esos juegos. Soy el artífice, y aún hay clases.

A riesgo de caer en el desmán confesional, te diré que, a día de hoy, y en lo que sería la mitad de mi camino en el mejor de los casos, hago balance y concluyo que el resultado bascula entre lo óptimo, lo pasable y lo pésimo. Observarás que no soy nada original. Un hijo de vecino. Pero sí te diré que, en esos momentos de desesperación absoluta, en que todo es lejía para un paladar que encima está pidiendo más lejía, siempre ha venido en mi rescate una certeza tan extravagante como invicta: tú, Enrique, eres lo único que me ha salido bien en esta vida. Y si ahora abuso de esta obscena lírica de tatuaje es porque quiero que entiendas bien algo: no puedo desearte ningún mal. Ni sé cómo decirlo sin rubor. Eres parte de mí.

Tampoco sé si está de más consignar la de vueltas que he tenido que darle a la naturaleza de nuestra rara unión. Eso que los expertos dan en llamar el tema del doble. Por necesidad más que por virtud, he investigado la cuestión a fondo. William Wilson, Jeckyll & Hyde, El vizconde demediado… Según leo en prensa, tu último libro también aborda el tema. Vaya hombre, qué casualidad, el redoblamiento. Con un dos y un cuatro pinto tu retrato, e la nave va. En fin, sé que más o menos te irá bien como siempre, y según el dictamen de mi premonición. Que tú irás en volandas del misterio del doble mientras yo peregrino por su lóbrego envés. Y así, nuevamente, lo que para ti es néctar para mí habrá de ser ineficiente fármaco. De todo paradigma dopplegänger, mi preferido está en un cuento de Julio Cortázar, La noche boca arriba. Un tipo sueña a otro y resulta que es el otro el que le está soñando a él. Qué cosas. A mí se me ocurrió una versión adaptada a nosotros: la noche a las espaldas, imagen más precisa de la sombra. Y me hizo considerar pero que muy mucho lo irreversible de pensar en los dos como entes ya absolutamente reversibles. “Yo entonces era más inocente”, le escribes a Corominas en tu mensaje crucial. Pues mira, yo ahora pienso mucho en los muñecos recortables que se usan el 28 de diciembre, ¿sabes?, el Día de los Inocentes. Esos que se cuelgan a la espalda del burlado para que no vea a los demás riéndose de él. Y de tanto darle vueltas, ya lo veo al revés. Pues teniendo en cuenta que esos muñequitos de papel o cartón nunca son diseñados con ojos en la cara, quizás sean ellos quienes lleven colgando a la persona a su espalda. Y, en la medida en que son ciegos, nunca habrán de percatarse del escarnio público. Es por todo eso que ellos serían en verdad los inocentes, ¿lo ves? El hombre, el muñeco, la cara la cruz… ¿y quién de los dos yo, y quién de los dos tú?

 

Bailar de lejos no es bailar
Sherezade Orfidal
Técnica Velo gallináceo
Cocoguagua Museum  Montreal

 

Pero bueno, como antes te decía, he ido aceptando las cosas. Una a una y todas a una, como un fiel mosquetero. Por ejemplo, la manera en que ha afectado en mí eso que, según dicen, son los rasgos definitorios de tu obra: los infinitos juegos de espejos, la metacreación y las muñecas rusas. Así, y a la luz de este pálido fuego cruzado que aún hoy nos convoca, me resigno al extraño artefacto que tú has hecho de mí. Un creador que no ha dado vida a una obra, sino a otro creador. Una matrioska a la fuerza. Una muñeca ucraniana, digámoslo así.

Por todo ello, creo no equivocarme si afirmo que puedo leer en tu mente. Y si te fuera dado leer estas palabras, has de saber que, ante cada párrafo, cada giro argumental (cada trampa, en definitiva) he aprendido a anticiparme a tu perversidad como lector. Por ejemplo, a estas alturas sé que piensas que esta historia podría ser perfectamente tuya. De hecho, lo es también. Y que, desde esa vil premisa, contemplas y retuerces en silencio todo tipo de estrategias para responder a lo que, según tú, es una vil contraprogramación, una usurpación de tu franquicia por mi parte. Por ejemplo, sopesas cuánto habría de oportuno en forzar la hipótesis de una doble autoría para dar así un vuelco radical en la literatura de vanguardia. ¿Es el momento idóneo?, te repites. Ya dije que observo cada idea tuya emitiendo en vivo. Puedo ver incluso los juicios que desechas, discriminas o cribas. Por tanto, y para ir eliminando hipótesis, sé que has descartado la posibilidad de considerar este texto como algo que tú no has publicado aún. Como un inédito súbito en sótano. U otro éxtasis para el grafómano ávido. Dos factores desaconsejan tal opción, y los has previsto. El primero, mi estilo como obstáculo. Mi candor pomposo de recién llegado hace de él una pura delación frente a cualquier posibilidad de cambio de cromos. Y si el primer factor alude a la posibilidad de la copia, el segundo remite al prestigio de la marca. Pues, claramente, la apuesta teórica por el cambio de cromos sería algo demasiado simple, indigno de ti. En realidad, tu maquinación es mucho más ladina, y por eso cabe en una sola pregunta. ¿Es posible que yo esté escribiendo esto a través tuyo? ¿Que yo sea, respecto de ti, un heterónimo excéntrico etcétera? Luego podrás nombrarlo Literatura Transpersonal, Letras de Okupación o Re- Escritura Médium.

En fin, eres muy libre de llamarlo como quieras, faltaría más. Aunque el fenómeno lo veo más equiparable al de las bandas tributo o las bandas franquicia. Mira, ahora me haces recordar un concierto de los Boney M en un pequeño club. Te hablo de principios de siglo, y en realidad ahí solo seguía una corista de la formación original, que a su vez había entrado supliendo a otra, así que puedes imaginarte el nivel de las 8 diferencias. Por supuesto, Bobby Farrell, el chulazo auténtico al que todos recordamos por los bailes espasmódicos y el peinado de nube, tampoco estaba allí. En su lugar había otro negro que hablaba en un perfecto español con acento de Móstoles. Como una catedral suplente o alguien que hizo la mili en vanilli.

Tiempo después coincidí con X, un manager que había trabajado para Bobby Farrell. Supongo que sería poco antes de morir en un hotel de San Petersburgo. En cualquier caso, el Daddy Cool auténtico ya no formaba parte de Boney M, e iba poniendo a prueba su inercia como ex para ir tirando mal que bien, antes de tirar la toalla para siempre. Hablamos de un concierto en Castellón, un local poligonero, seguramente un playback -voz en directo a lo sumo-. El narrador retrata al cantante como un tipo afable y de fácil trato. Así que se extrañó de que, al mostrarle el camerino y el contenido del catering, le hiciera notar que ahí faltaba algo.

-¿Algo?

– Sí, un pepino.

X imaginó en Farrell un imprevisto gourmand del gin tonic, y, dada la facilidad de la demanda, sin hacer más preguntas se acercó hasta el paki más próximo. Al regresar, el rumboso cantante le estaba esperando mirándose al espejo y con el vestuario a punto. Entonces cogió el pepino y se lo ajustó en el pantalón de cuero ceñido. Dijo Now I,m ready, y todo empezó. Con esto quiero decir que cómo son las cosas, ¿no? Pues, al final, ¿dónde radicaba exactamente la diferencia entre Kid Móstoles y Bobby Farrell? En un pepino que no era de ninguno de los dos en realidad. Un pepino protésico, algo que remitía a un ideal. Así que quizás lo que une y separa al original de la copia es algo que no está en ninguno de los dos, y que ambos persiguen. Y con esto ya no sé lo que quiero decir. Este tipo de reflexiones son muy de tu estilo, así que quizás ya esté escribiendo a través tuyo. Y esto, di ¿de quién es?: todo límite humano refuerza el arquetipo. En fin, me provoca una infinita ternura que, en un instante de ofuscación hayas podido vislumbrar la posibilidad de compartir un paradigma conmigo. Un pepino común de vanguardia transgénica. Brindaremos por eso.

Para no dejarme nada en el tintero, te diré que abjuré por completo del despecho mariachi. Que orillé la tentación Robert de Niro, esposado a la inquina mientras grita “escritor, escritor” en oscuros solares. Frente a semejantes tentaciones, me acogí a la doctrina Charly Rexach, esa metafísica de la hamaca. E hice mía su estampa tutorial de hombre que hace dibujar un garabato en una servilleta de papel a un vitaminado niño Messi. Entre todo disfraz, Rexach fue mi elección. Y con esa suerte de bostezo solar concebí mi medalla. Luego, a ver, tengo días y días, ¿sabes? A veces me asaltan las grandes preguntas sobre las reglas precisas del juego, por ejemplo: ¿La consagración definitiva de tu carrera sigue dependiendo de que yo sea un hooligan meapilas? Cosas así. Pero no quiero importunarte más con esos quebraderos de cabeza que, usando las palabras de Barral, son simplemente algo que asocio a mis preocupaciones. En otro orden de cosas, aún no he decidido si van a darte el Nobel. No debieras tomarlo como una crueldad por mi parte. La verdad es que ando muy liado y apenas tengo tiempo para mí. Aunque, si me permites la sal gorda, en realidad lo cruel sería que dijera: te darán el Nobel cuando a mí me nombren Papa.

Y bien, para ir acabando, supongo que tendremos que regresar al principio. Hoy he vuelto a ver a Michi Panero en Después de tantos años. Su célebre imprecación contra lo literario y sus fantasmas: “Leopoldo siempre ha estado con las frases, ¿no? … Mala literatura. Lo peor que se puede ser en este mundo es un coñazo, y mis dos hermanos me han torturado toda su santísima vida con la historia de la literatura y con sus personajes literarios… Que me dejen en paz, ¿no? Y no te da… No te puedes poner literario, porque cuando estás en una cama de hospital y te dicen pues mira, te vas a quedar paralítico… Pues mira, por mucha literatura que le eches , te vas a quedar paralítico… Es decir, yo he estado dos veces enfermo y eso ya no son fantasías morunas ni literatura. Una vez me dieron la extremaunción, me estuve muriendo, etcétera y etcétera… Y mmm… Y, claro, las cosas dejaron de ser tan graciosas… Con la muerte de mi madre (…) a Leopoldo había que hacerle entender que ya no había más baby sitter que estuviera (con él) de manicomio en manicomio… Porque Leopoldo se ha paseao por 18 o 20 manicomios, ¿no? Toda la geografía española… Podría hacer una guía de sanatorios psiquiátricos, ¿no?”.

 

 

Habiendo visto la muerte de cerca, en ese momento en que muchos mortales buscan refugio en la religión, resulta curioso que Michi encontrara consuelo en maldecir la literatura. Quizás la herejía no haga otra cosa que confirmar a los dioses. Sea como fuere, es estimulante seguir ese hilo de pensamiento, ver a través de sus ojos el tiempo que uno pueda soportarlo. Sí, tal vez la literatura es un absurdo detective que intenta investigar una muerte natural. O disfrazar que toda muerte lo es. Desde esa perspectiva no hay mucha diferencia entre pensar en un profeta como alguien que anuncia un nuevo amanecer, o ver a un escritor como un cantamañanas. Siempre habrá quien pueda pensar en Panero como un radical. En cualquier caso, habla desde el temblor de aquel cuya raíz está siendo cortada. “Solo la muerte completa un libro”, dices en una entrevista reciente. Y bueno, así estamos todos, con los ases de siempre en la mano.

La última vez que me encontré con Francisco Casavella fue la primera que lo vi a la luz del día. Compartíamos un triángulo de afters en el Born de la época (Cota, Brigadoon, Papillon) y un paisanaje así algo tiene que unir, quieras que no. Sé que era el principio del verano porque él iba en bermudas. Entonces vivía en Marqués de Campo Sagrado, y al cabo de unos meses se murió. Pero aquella mañana aún estaba vivo y estaba contento. Venía con dos bolsas del súper y, de un modo totalmente sorprendente -diría que incluso para él-, me dijo: “¿Tienes algo que hacer? Te invito a casa”. Ignoro la causa de su entusiasmo, pero repetía: “Creo que he encontrado la medida justa”. Según me dijo, debía seguir una dieta estricta, y parecía haber encontrado en unos botellines de vino de medio litro el perfecto equilibrio entre la cura y la vida. Su apartamento era una elocuente galería del oficio. Persianas cerradas a la luz del día, libros y más libros desparramados por todas partes, un desorden concentrado y fértil. Pero cuando meses después falleció, quise entender que la medida justa de la que él hablaba tenía por fuerza que ser otra cosa. Acaso estas palabras suyas en la entrega del premio Nadal por Lo que sé de los vampiros, último libro en vida: “Todo es terrible, pero nada es serio. No hay demasiada esperanza, pero todo es una especie de broma. Nada es blanco ni negro, sino que todo es blanco y negro, como algunos gatos”.

Mientras escribo esto, White viene a posar sus patas en mi rodilla. También es blanco y negro, pero es un perro. Aunque digo yo que con siete vidas, los gatos podrán ser lo que les venga en gana. Ignoro si piensa que hay esperanza, pero sé que ya no puede esperar mucho más a dar su segundo paseo del día. El último Michi solía decir “A mí lo único que me importa en realidad es mi perra”. Bueno, a mí en realidad lo que me importa es mi novia, pero es que el perro es suyo. Entre muchos otros casis, Panero fue el hombre que estuvo a punto de ser Nino Bravo, siendo elegido para encarnar el papel de la voz de Libre en un biopic que nunca acabó por ver la luz. Curiosamente, muchos años después fue otro cantante quien alcanzó la fama con un tema que decía que casi lo había conocido a él, a Panero segundo. Ignoro si el libro que acaba de publicar el hijo de su última mujer, Javier Mendoza, alude a esa anécdota. En cualquier caso, las entrevistas que concede en promoción muestran la cara más amable de Michi, que ejerció para él de tutor trémulo y urgente, una especie de Baudelaire metido a Rilke sin comerlo ni dejar de beber. Y consciente de que las botellas vacías para lo único que sirven es para enviar mensajes. Quizás por eso le ofrendó a su hijastro una bella despedida. Sabiendo de su próximo final, le entregó una carpeta llena de papeles -material inédito, documentos varios- con un mensaje claro: “Si quieres ser escritor, mira a ver qué puedes hacer con esto”. Esto ha acabado siendo El Desconcierto (Los Funerales Vikingos), debut de Mendoza. En cambio, cuando Casavella acabó de escribir todo lo que sabía sobre los vampiros, fue y se murió. “Los Panero destruían todo lo que amaban”, afirma Mendoza. Pero yo te creé sin llegar a conocerte. Tienes la edad de ser mi padre y podrías ser mi criatura. Todo es terrible, pero nada es serio. Todo es una especie de broma. Todo es absurdo y cierto.

En fin, no sé si llegarás a leer esto. Supongo que para ti no ha de ser fácil tampoco. Igual verás en mí al amargo demiurgo, o peor, a un ruin dame argo. Pues no tienes nada de qué preocuparte. En el hombre del hijo, el padre callará un qué hay de lo mío. Cada día es el Día Mundial del Espectro y hay que vivirlo así, como celebración. Te preguntarás, y con razón, ¿a qué viene ahora otra vez este tipo, el eterno entrometido? Eso nos vuelve a unir. También me lo pregunto. Ya dije que yo sé muy pocas cosas. Sé que las ondas del eco se alejan y regresan al lugar del sonido primero. Que los anillos rodean la piedra al caer en el agua. Y sé que el corazón de una tijera es apenas un instante en caminos que se juntan, pero arma una pieza. Sé que un día escribiste Viajar, perder países y  que nuestro viaje ha sido exactamente eso, una mutua evasión. En un mismo hotel, evitaciones separadas. Imagino también que lo más natural es que ya no nos volvamos a ver. A veces miro al suelo paseando un perro que no es mío. A veces miro arriba y los cielos se revelan como espejos que ya han sido atravesados. O pienso en que tú piensas las palabras que te faltan aún por escribir. Por perder. Sí, quizás otra vez una historia ligera. Me crucé con alguien, yo le pedí fuego y él me lo dio. Esa historia en que digas -por más que nos resulte inexplicable- yo todo te lo debo.

Pero ya no puedes. Porque ahora es mía.

 

 

 

 

 

Funerales Vikingos / El Desconcierto. Javier Mendoza y Michi Panero (2017). Bartleby Editores

 



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