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No tiene ocaso el western. Es suficiente un porche de madera, frente a la seca hostilidad de la vida, y dos tipos conversando sin que les importen las cartas marcadas de su destino, para entender que el género nos vence sentimentalmente el corazón. Después de todo el western ha forjado el sueño del rebelde y, del antihéroe, el convencimiento de que nada tiene que perder. Así son los hermanos Tanner, protagonistas de la crepuscular Comancheria en la que David Mackenzie narra con sobriedad poética y tripas de subversión social un viaje a los márgenes de la ley para vengarse de todas las derrotas y de la injusticia de los bancos. Uno, Chris Pine, honesto en su resaca de la desesperación y otro, Ben Foster, magnifico en su mordedura de violencia y afecto, han perdido su familia y su futuro. Ambos actores, espontáneos e introspectivos en los personajes que hubiesen firmado Faulkner y Arthur Miller, representan al héroe solitario al que la huella del estigma aristotélico del pasado (un crimen familiar, una madre marchitada, una familia cautiva de la pobreza) los obliga a un camino de redención hasta su final. Y en ese tránsito moral y como sucede con todo héroe ambos son los valedores de una justicia que la sociedad es incapaz de realizar. La conciencia del perdedor es su ética.
El viaje fronterizo de los dos hermanos está presente en las cicatrices que llevan en la mirada. Uno mira con inquietud, cansancio y melancolía el modo de vida que el tiempo va dejando atrás, la tierra de Texas con el corazón desahuciado –perfecta la metáfora de los campos, que encuadran las escenas del viaje homérico por las islas de los bancos que atracan, con el cartel de For Sale; y también su propio aspecto de abandono físico-. El otro reta sin pensárselo, con el disfrute del instante, sea de ternura o de violencia, lo que impida la esperanza en favor de lo que le ha perdido su hermano. Salvarlo es lo que importa. Uno sueña el plan perfecto con el que recuperar su granja como reconstrucción de su familia. Al otro le basta con el llano donde ser un verdadero comanche. A los dos les une hacer justicia desde el otro lado de la ley que los persigue. Esa otra pareja réplica, casi matrimonial, entre la serenidad burlona de un rangers mestizo y el rudo afecto políticamente incorrecto del veterano que odia jubilarse. También espléndido Jeff Brigdes con su poderío salvaje y con insomnio –otra metáfora de esa tierra a punto de desaparecer como sueño americano-, libre bajo una manta cruzando la intemperie de la noche, igual que el viejo indio que no quiere llevar dentro, para rumiar un duelo anunciado.
«Todo lo tiene este clásico western contemporáneo, amenizado con escenas de road movie que buscan atemperar la intensidad de otras escenas que por un lado suponen la poética del paisaje y por otro son las mejores partes de la canción de la que los atracos son el estribillo.»
Ford versus Cohen
El éxito del western se ha sustentado siempre en una buena historia, simple en su peso argumental y compleja en lo que no se cuenta pero está; en la huella del pasado como sino –toda épica está sujeta a su destino-; en la persecución de un futuro que nunca parece conquistarse del todo; en la lucha del hombre contra el paso del tiempo; en el pulso psicológico de los personajes y el envés que los humaniza; y en la aceptación por parte del héroe de que su condena es vivir solo. Todo lo tiene este clásico western contemporáneo, amenizado con escenas de road movie que buscan atemperar la intensidad de otras escenas que por un lado suponen la poética del paisaje y por otro son las mejores partes de la canción de la que los atracos son el estribillo. Es en esos maravillosos vaivenes, a veces fotográficos y en ocasiones narrativos, donde está más viva la película.
Tampoco puede uno olvidarse en el deleite de Comancheria del romanticismo fordiano en los forajidos de espíritu Hood que saltan la banca para preservar una granja hipotecada. También está presente su eco en el maravilloso lenguaje gestual de los personajes que avalan su actitud moral: la escena de Chris Pine agotado en el porche, su postura en la conversación con su hijo o la inhibición de hombros de ambos hermanos frente al abogado que les aconseja. Es inevitable también acordarse de los Cohen en los sutiles juegos de parodia: la cómica conversación “conyugal” de los Rangers en la habitación del motel o el monólogo de la vieja camarera del restaurante.
Comanchería es un equilibrio perfecto de las exigencias del cine. Un guión sólido, con diálogos inteligentes y piel en la historia; una banda sonora que es la atmósfera interior de la película, el latido que nos cuenta entre líneas el límite entre los cálidos sueños imposibles y la tragedia que se presiente, gracias al buen trabajo de Nick Cave y Warren Ellis. Y el personaje determinante de la historia y su clima: la fotografía. Los ocres y grises con los que Giles Nuttgenes enmarca las metáforas del abandono y sus planos (los pozos petrolíferos, las calles desiertas, los graffitis de protesta en fachadas), el marchito universo rural que se seca y parece estar a punto de estallar con todos sus secretos – lo mismo que contenía la esplendida serie True Detective-. Una fotografía emocional y bella como la luz que envuelve el juego infantil de pelea de los dos hermanos, presagio de una despedida. Y no podía faltar, tratándose del eco de Ford, el buen sabor de ese excelente final abierto cuyo horizonte es la cita de un duelo.